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Tribuna
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El respingo

La mayoría de la gente piensa que el hecho de vivir en una ciudad grande, digamos Madrid, no sólo lleva consigo el anonimato, sino incluso dosis importantes de virtual invisibilidad. Esta convicción es razonable si parangonamos la existencia urbanita con la de los pueblos. Puede resultar cierta para quienes residen en bloques modernos, rascacielosos y deshumanizados, pero no encaja en absoluto con la realidad cuando el interfecto, en este caso yo, habita desde hace muchos lustros en la misma vecindad, un barrio isla donde todo el mundo se conoce, se aborda el autobús diciendo "buenos días" muy educadamente al señor conductor (de primera) y hasta llamándole por su nombre de pila, donde la botica es una versión familiar de Farmacia de guardia y la pastelería soporta también, como segundo frente tertuliano, el desahogo de las señoras que, mientras desayunan café descafeinado y bollo desbollado, confían a la confitera -¡una santa!- las perfidias de sus respectivas nueras. O sea, un mundo feliz.Pero, anonimato... my foot!, con perdón. La calle acecha, quiere contarnos su caso por encima de todo. Bueno, no, por encima de todo no, pues prefiere enterarse, solícita, del estado del mío: salud, dinero, amor, trabajo, un full report que a las primeras de cambio puede convertirse en interrogatorio de tercer grado. Y mira que salgo yo con sigilo de mi portal -convertido en "corredor de la muerte" por el temor de algunos vecinos a los endémicos robos- cuando consigo franquear todas las cerraduras que me separan de la libertad, sin otro anhelo que respirar, caminar, observar, callar...

Sí, sí; consigo al fin asomar el cuezo y lo primero que divisan mis ojos en lontananza es nada menos que a Mariano, uno de los rollos más deletéreos. "Dios mío, aparta de mí este cáliz", musito para mis adentros, disimulo como puedo, Mariano pasa sin verme, ¡qué alivio!

Y ahora ya me lanzo sin red al bulevarcito, con dos filas enfrentadas de bancos y archijubilados que acechan como actinias. Prueba de slálom genérico que suelo superar. He adoptado mi mejor paso de "saeta rubia" (algo obesa y blanquecina), miro al frente, las cachavas se agitan. "Adiós, adiós", creí que aprobaba con nota, pero río: he visto tan decidida a pararme a una señora protegida del sol por su sombrero de paja que temí un "b1ocaje bastonero" y me detuve en seco. Ella quería comentarme que estoy delgadísimo, preguntarme que cómo lo he conseguido, asegurarme que por lo menos me he quitado de encima dieciocho kilos o más. Últimamente me lo dicen mucho, debe de ser la última forma de cortesía social, porque lo cierto es que peso lo mismo que siempre, y así se lo comunico a mi amable interlocutora. Es inútil, y es igual, pues ella sigue participándoles a sus amigas, contentísima, que, estoy hecho un alfeñique.

Sigo mi marcha y he debido despistarme un momento, pues antes de llegar al pruno me topo con Ramón, especialista en el cuerpo a cuerpo dialéctico, y de éste no hay quien se zafe. Sé lo que me espera, ¡valor, Merino! "¿Qué, qué tal estás? Te veo hecho un chaval, y delgadísimo. ¿Cuántos kilos te has quitado de encima? ¡Por lo menos dieciocho! Y de salud, bien, ¿no?, ni próstata ni nada, ¿eh?, ¡vaya suerte, chico!, y de trabajo, triunfando, como siempre, aunque ahora que lo que pienso hace tiempo que no te oigo en la radio, ¿qué haces ahora?, porque tampoco te leo, ¡y mira que me gustan tus libros!, claro que, no te ofendas, chico, pero para eso están los amigos, ¡no volverás a tener otros como los de Londres ... !".

Aquí se para, extenuado, y sé que ha llegado mi round. Le digo que de salud bien, lo siento, y que tengo próstata, pero no estoy "de la próstata", o sea que hago pis muy bien. Que no he adelgazado nada. Que "la radio no es como antes", y ahora las tertulias políticas y peleonas y el despelleje en vivo de famosos y famosas es lo que se lleva, que las editoriales no me tiran los tejos y que, en fin, eso del trabajo no me va muy bien, pero que soy felicísimo porque colaboro en EL PAÍS.

Y es entonces cuando Ramón y los demás vecinos de mi barrio dan el respingo. Ni me acordaba de que fueran tan fachas.

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