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Scalextric

Madrid es Baden-Baden, decía el personaje sainetero, y aunque ya han pasado muchos años de aquello, efectivamente, Madrid constituye un verdadero regalo si bien se mira. No le faltan a Madrid calles feas, construcciones horteras, barriadas sórdidas, pero en su mayor parte posee encanto, está bien conformado, y mejor sería si le quitaran los estorbos que anteriores urbanistas le pusieron en aras de una pretendida modernidad.Llegó el paseante madrileño a esa confluencia, ahora caótica, de las calles de Francisco Silvela, Príncipe de Vergara y Pedro de Valdivia, y pudo apreciar que era de gran belleza. Hacía falta fijarse mucho, desde luego, porque los árboles impedían ver el bosque; quiere decirse (y perdón por la metáfora) que hubo de hacer abstracción de ese impertinente paso elevado que llaman scalextric, construido allí para aligerar el tráfico rodado y que tiene ahora una dudosa eficacia: el scalextric se atasca en las horas punta (en muchas de las romas también) y quedan retenidos los coches allí arriba mientras por debajo se circula estupendamente.

Caminó hacia abajo el paseante y a los pocos pasos se encontró con otro enclave precioso, formado por las calles de Edison, López de Hoyos, Oquendo, un asomo de la de Recaredo y la propia Francisco Silvela, asimismo estéticamente destruido por el scalextric dichoso.

Y no sólo eran apreciaciones estéticas. El paseante observaba las edificaciones del entorno y le estremecía imaginar el sufrimiento de aquellos miles de ciudadanos que los habitan, condenados a soportar las 24 horas del día, todos los días de su vida, el estruendo de los motores, la perniciosa inhalación de los gases malolientes y tóxicos que producen los tubos de escape, la riada de coches que discurre continuamente por delante mismo de sus balconadas.

Muchos lugares de tránsito, especialmente los arrabales y las carreteras próximas a las ciudades, cuentan desde hace pocos años con glorietas, cuya eficacia para evitar atascos y accidentes está suficientemente demostrada. Las glorietas, en lo que a circulación rodada se refiere, son el huevo de Colón. Dicen que se le ocurrió a un francés, y sería de justicia que le erigieran un monumento.

Las glorietas en los cruces de Francisco Silvela con Príncipe de Vergara y con López de Hoyos -y, ya puestos, con María de Molina y la avenida de América- devolverían la belleza que nunca debieron usurpar a aquellos parajes urbanos, los cuales ganarían en salubridad y volverían a ser esos espacios abiertos, amplísimos por añadidura, tan necesarios a este Madrid siempre expuesto a la contaminación, y que ahora se encuentran ocultos, oscurecidos y arruinados por ese artilugio de hierro y hormigón, sucio y mostrenco, que es el scalextric.

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Urbanistas transidos del vanguardismo que floreció tras la Gran Guerra idearon la metrópolis, la ciudad automática, la ciudad del futuro, la ciudad del tercer milenio; a título de ensayo la diseñaron; inspirándose en sus ideas la novelaron importantes escritores, y en cuanto las técnicas de la construcción y el descubrimiento de nuevos materiales estuvieron suficientemente desarrollados, otros ingenieros y urbanistas la convirtieron en realidad.

La práctica reveló, sin embargo, que esa ciudad automática y hasta galáctica no servía absolutamente para nada. Y que su discutible funcionalidad llevaba inherente el coste de una estética depresiva, de una cruel deshumanización ciudadana.

Los urbanistas que montaron en Madrid los scalextric llegaban con retraso. Cuando otras ciudades ya habían comprobado su ineficacia -y, por tanto, renunciaban a ellos-, aquí se traían como expresión de la más avanzada modernidad. Y ahí siguen, entorpecedores y ofensivos.

No son sólo los urbanistas quienes llegan con retraso. Este Madrid y este país se suelen deslumbrar por unos modernismos de importación que en otras partes ya han rechazado por inoperantes y hasta por nocivos. Ahí está la última generación de edificios electrónicos, automatizados, auto suficientes; aislados e introspectivos; sin ventanas y sin vistas al mar. Con darle a un botón todo está controlado, sí; pero dentro, la gente se vuelve loca.

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