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Buscando a Galdós

Mientras Bravo Murillo, San Francisco de Sales, Isla Filipinas, la avenida de Séneca, etcétera, se incorporan a la destrucción y el caos, crece y crece en mí el deseo de evadirme del horror que no cesa. El otro día me exilié al parque del Capricho para serenarme aspirando el aroma del siglo XVIII, que allí pervive, y no me fue mal. Envalentonado por el éxito, aunque sabedor de los riesgos que la nueva aventura urbana comportaba, ayer me lancé por las calles del centro histórico de Madrid buscando el espíritu del XIX, hacia sus postrimerías, o, lo que es lo mismo, siguiendo la huella refulgente de don Benito Pérez Galdós y los personajes que él creó. Él supo convertir la realidad en ficción y la ficción en realidad, contó y fabuló simultáneamente, reinventó para la posteridad un siglo infinitamente más atractivo que el actual. Los ricos vivían estupendamente, como siempre, pero, sin duda, con una calidad de vida hogaño irrepetible. Los muchos pobres las pasaban canutas, infinitamente peor que los de ahora, pero -según nos relata el propio Galdós- en cuanto aparecía un señorito mecenas, como el canalla de Juanito Santa Cruz, todo se les volvía "juergas y cañas", "era una orgía continua", se daba "una dichosa confusión de todas las clases (sociales)".Inicio mi esperanzado periplo callejero por Pontejos, donde vivía la opulenta familia Santa Cruz (Fortunata y Jacinta). Las tiendas de la plaza expendían entonces puntillas y encajes artesanales, olían a sándalo, propiciaban tertulias, reverenciaban a sus clientes. De la fuente llegaba por las mañanas a casa del Delfín, su esposa, Jacinta, y los progenitores de aquél "el ruido cóncavo de las cubas de los aguadores...". Hoy, sus caños ostentan el agónico rótulo "agua no potable" y una lápida nos comunica que fue instalada en la plaza, corriendo 1849, en honor del marqués viudo de Pontejos (y yo apostillo, con la venia, que ni siquiera entonces era nueva, pues había estado antes en la plazuela del Celenque, así que el aludido aristócrata recibió, de hecho, una distinción de segunda mano). La inscripción omite el nombre del prócer que mandó emplazar el monumento, aunque no olvida consignar que éste "se rehabilitó y recuperó al (sic) ámbito urbano" bajo la égida de ¿acaso no lo adivinaba el lector?- don José María Alvarez del Manzano.

Así que huyo desalado por Postas, donde vivió de niña Barbarita, madre de Juan, y donde tanto disfrutó jugando y fantaseando por entre los marfiles y sedas, los abanicos y los mueblecillos chinos de la tienda de su padre, don Bonifacio Arnaiz, que hacía esquina con la calle de San Cristóbal. ¿Evocaciones decimonónicas? ¡Mecachis!, un establecimiento yanqui de fast food en la esquina, un cine de películas X con dos tipos patibularios a la puerta y la cerúlea cajera recluida en el cuchitril blindado contiguo, donde se lee "Change", me retienen brutalmente en la modernidad.

Tratando de rehacer mi vida, desemboco en la plaza Mayor, tan galdosiana. ¡Ay de mí!, han plantado un escenario gigantesco repleto de pitorros tecnológicos, así como una especie de pirámide de metal o vaya usted a saber, algo menos fastuosa que la de Mitterrand, pero que también tiene lo suyo, no crean. A Felipe III y su caballo, tan sufridos ellos, los han encajonado entre unos camiones generadores y una estantería enorme, cuatro pisos por lo menos, para cámaras de televisión y otros chirimbolos, imagino que para festejar a san Isidro, ¡infeliz!, de modo que tampoco está el horno para evocaciones madrileñas: aquello parece más bien un estudio de Hollywood.

Ya sé lo que haré: mi adorada Fortunata, un personaje que jamás existió, pero que está, estuvo y estará impregnada de vida, de luz, no me puede fallar. Descenderé como tantas otras veces a la calle de Cuchilleros, me plantaré ante el poderoso contrafuerte como feudal que por allí remata la plaza, aspiraré junto a su casa la fragancia pretérita de aquella dulce, vehemente y desdichada barragana, y nada conturbará mi añoranza. Avanzo con paso firme por los oscuros soportales que separan el callejón de Ciudad Rodrigo de la escalerilla de piedra, desciendo por ésta... y hallo una obra repugnante, con séquito de inmundicias mil, que tiene cortada la calle. ¡No era esto, no era esto!

Ayer no tuve suerte, pero no cejaré en mi empeño evocador.

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