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El horror a la técnica

Las técnicas de la comunicación, verbigracia, la imprenta, la escritura misma, son desde hace siglos, fuente de terrores supersticiosos entre quienes cofunden el medio con el mensaje. Escritores reaccionarios de hoy, clérigos ortodoxos de ayer, barones feudales de anteayer, elitistas de todos los tiempos, se han mostrado suspicaces ante los métodos que han contribuido a difundir los goces del pueblo, abrir el camino de la libre discusión, reducir el peso de la fuerza bruta. El que esos canales puedan ser vehículo de malas pasiones, de propaganda mendaz, de populismo ignaro, es una. crítica de sus contenidos. Sólo puede culparse a los medios en la medida en que, por ser aún técnicamente imperfectos, no permiten a los individuos elegir su información favorita.Alvaro Mutis, recién galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, proclamó en el discurso de aceptación su odio por las tecnologías de la información y la comunicación. No es el primero. Recuerdo el día en el que Francisco Umbral recibió tan ansiado premio en el Teatro Campoamor de Oviedo con un discurso plagado de avisos sobre los peligros que traen consigo los medios de comunicación de masas y la americanización de las costumbres.

Ahora nos conmina Mutis a resistir "la conspiración de los zombies", esos "robots ausentes, movidos por instintos primarios, producto de unos inventos justificados por supuestas virtudes de comunicación pero cuyo destino no es sino aislar al hombre como jamás lo ha estado, borrando hasta el último rasgo de humanidad". En un alarde de cursilería añade: "El hombre solía comunicarse con sus congeneres gracias al impacto directo de su voz viva, al calor de su piel, al fulgor de sus ojos, al aura de sus humores". Les juro que la transcripción de este testimonio es literal. Parece mentira que sea un escritor el que olvide ejemplos de sublime contacto sin calores, fulgores ni humores, como fueron los tórridos amores epistolares de Abelardo y Eloísa o la erudita correspondencia entre Erasmo y Tomás Moro.

No es la primera vez que alguno de nuestros literatos de lengua castellana se muestra carente de sentido común. En una reciente reunión en Zacatecas sobre el futuro de nuestra lengua, donde también ofició Mutis, se oyó a Gabriel García Márquez atacar la ortografía, y a Cela sostener que el español, cual antaño el latín, acabaría el siglo dividido en tantos dialectos como naciones hoy lo hablan.

El primer objeto de un idioma es permitir que la gente se entienda y así abaratar las transacciones. Un idioma universal, como lo es el inglés y en menor medida también el español, es un capital inapreciable. Escribo esta columna desde la hermosa Buenos Aires, donde me encuentro como en casa. No necesito adaptar la ortografía ni traducir mi discurso. Nos calumniaba Oscar Wilde a los economistas diciendo que "contábamos el precio de todo, pero que no sabíamos el valor de nada"; pues bien, yo sé el valor del español, aunque no pueda ponerle precio.

La difusión geográfica de la televisión es precisamente una de las razones por las que no es probable que nuestro español se divida; los seriales radiofónicos del escribidor de la tía Julia ya no se oyen sólo en Lima, se han transformado en culebrones venezolanos o mexicanos que hacen reír y llorar a hispano-hablantes desde Barcelona hasta la isla de Pascua y desde Nueva York hasta Tierra del Fuego.

No entienden que la baja calidad que nos imponen las televisiones se debe, no a un exceso de tecnología, sino a lo rudimentario de la misma; cuando sean digitales o interactivas, las cadenas no obtendrán su beneficio con anuncios en programas zafios y masivos, sino del pago de cada telespectador por lo que haya elegido personalmente de un amplísimo y variado menú. En el siglo XV estos reaccionarios habrían quemado a Gutemberg con sus incunables.

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