Aprender con gusto
El colegio madrileño Ágora revolucionó hace 22 años el mundo de la enseñanza con su educación para la democracia
Mary Carmen Aparicio sonríe satisfecha al leer las conclusiones del grupo de expertos -entre ellos el semiólogo Umbeto Eco y el escritor Antonio Tabucchi- convocados por el ministro de Educación italiano para definir lo que tiene que ser la educación del siglo XXI en ese país y comprobar que la clave radica en educar para la democracia (ver EL PAIS del 15 de abril). Esa predicción para el nuevo siglo fue la consigna que hace 22 años llevó a cuatro educadores -Conchita Sanu, Lis Cortés, José Antonio Rodríguez y Beatriz Ojeda- a buscar un chalecito casi aledaño a Arturo Soria y fundar un colegio con unos criterios docentes totalmente revolucionarios para el momento: el niño es el protagonista absoluto; la escuela no son sólo los profesores y, sobre todo, "el colegio no es una tortura, sino un sitio donde se disfruta aprendiendo". "En definitiva, estábamos aplicando la LOGSE, con casi dos lustros de anticipación", afirma Mary Carmen, hoy directora del centro, al que llegó a los dos años de su fundación, cuando paradójicamente y por requisitos burocráticos, Ágora, pese a su laicismo, tenía que funcionar oficialmente con el nombre del centro que antes ocupaba el local, Nuestra Señora del Pilar.El minúsculo chalé, con sus gallineros y corralitos para conejos, fue adecentado por los propios profesores. Se cortaron las patas de los viejos pupitres existentes, convirtiéndolos en mesas de la talla de los pequeños, se lustraron suelos, se pintaron paredes. "Todos los que llevamos más de diez años aquí sabemos algo de construcción", cuenta Federico López, uno de los veteranos, quien a la vuelta de las vacaciones de verano deja de ser maestro para ser albañil o carpintero. El guardés de la finca se convirtió en El mayordomo, que tan pronto les hacía las comidas como hacía la ruta en su propio coche para dejar a los chavales en sus casas.La presencia de un psicólogo, la creación del Consejo Escolar, años antes de que ese concepto se acuñara oficialmente, la huida de libros de texto, la sustitución de las temidas notas por informes globales individualizados, las semanas de convivencia con la naturaleza o la idea de educar desde la integración convirtieron a Ágora en punta de lanza en cuanto a docencia. "Cuando en 1985 apareció el decreto sobre integración", recuerda Mary Carmen, "nos encontramos con que nos llamaban de toda España para contar nuestra experiencia. Resultaba que lo que siempre habíamos hecho tenía ahora nombre oficial. Desde el principio admitimos a niños con discapacidades físicas o psíquicas, que no tenían hueco en las escuelas normales. El resultado no sólo ha sido beneficioso para ellos, sino para el resto
cuando se estaba gestando. "Aprovechábamos todo, nuestros criterios, las opiniones de los niños y de todo el que pasaba por aquí. Si venía el cartero a traer la correspondencia, le metíamos en clase para que explicara en qué consistía su trabajo, cómo se repartían las cartas". El hijo de Ana, cuando visitó el colegio por primera vez les ratificó con una inocente pregunta que estaban en el camino acertado. "Mamá, ¿por qué aquí todos los profes tienen nombre? En mi cole todos se llaman Don".El proyecto pudieron llevarlo a cabo gracias a la Ley de Educación de 1970, un texto franquista que, sin embargo, tenía visión de futuro. "Si lo repasas hoy te das cuenta de que muchos de sus objetivos aún no se han alcanzado", comenta Mary Carmen. Esta ley abría caminos para una enseñanza más innovadora y menos rígida que la existente entonces, pero casi nadie los aprovechaba. "Es que, dependiendo de las zonas y de los inspectores que te tocaran, te la podías jugar", apostilla Federico. En ese sentido, Ágora tuvo suerte."Nos tocó un viejecito entrañable que entraba en las clases diciendo 'Ave María Purísima', y de lo único que se preocupaba era de que todos tuviéramos carné y de que los niños estuvieran a gusto", recuerda Ana. Como ambos requisitos se cumplían, las inspecciones no provocaron sobresaltos hasta que ese buen hombre se jubiló. "Los inspectores que le sucedieron se quedaban al principio pensativos, pero al final se iban contentos", asegura Federico. Las objeciones que enredabanmo uno de los colegios de la órbita de la Autónoma que más alumnos cuela directamente en la universidad. En 1985, el experimento había dado sus frutos educativos, pero era una ruina económica porque, aseguran, "jamás se planteó como un negocio". José Antonio Rodríguez, el único superviviente del grupo fundador, dejó el colegio con la intención de pasar la propiedad a los trabajadores. "Pero nosotros no teníamos capacidad de asumir la deuda que existía", apunta Ana. La solución vino de los padres, que siempre habían participado activamente en la vida del centro y decidieron, a través de una cooperativa, hacerse cargo del proyecto. Con 240 alumnos, desde preescolar hasta COU, Ágora, como aseguran todos, sigue manteniendo el espíritu con que se fundó sin dejar de evolucionar. "Somos el resultado de las aportaciones de profesores, padres y alumnos durante dos décadas", concluye Mary Carmen.
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