De nuevo sobre las reformas de la justicia
ÁNGEL CALDERóN CEREZOEncuestas hechas públicas recientemente calificaban con un rotundo suspenso la confianza ciudadana en el funcionamiento de la Administración de Justicia. Un dato como éste no puede caer en saco roto, en la medida en que denota el mínimo aprecio popular por el Poder Judicial, que, no se olvide, tiene como misión la salvaguardia del conjunto de derechos y libertades que conforman el Estado democrático de derecho. El último baluarte de la denominada sociedad civil pasa una etapa de desprestigio social que ni siquiera puede minimizarse arguyendo que la mayoría de los españoles no han tenido ocasión de relacionarse con jueces y tribunales habiendo formado criterio al margen de cualquier experiencia personal.La demanda social del valor justicia es cada día más elevada. El presidente del Tribunal Supremo, en el acto solemne de apertura del año judicial corriente, afirmaba que en la anualidad anterior se tramitaron alrededor de seis millones de procesos, habiendo recaído algo más de un millón y medio de sentencias, es decir, unas 400 resoluciones de esta clase dictadas por cada juez o magistrado. No sería justo, pues, tildar precisamente de holgazanes a los jueces españoles, ni parece que sea su falta de laboriosidad la causa inmediata de las deficiencias del sistema judicial.
Pero, dicho lo anterior, también habrá que explicar a los ciudadanos cómo es que todavía la mitad de aquellos procesos están por resolver o cómo se acumulan, por citar ejemplos llamativos, más de 20.000 recursos en las salas de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo o de la Audiencia Nacional; el porqué de los frecuentes cambios de criterio jurisprudencial ante casos análogos, o cómo es posible que un tercio de la población penitenciaria esté representada por presos preventivos a la espera de la celebración de juicios que se dilatan en términos desesperantes.
Cuando el contribuyente repara, además, en lo largo y costoso que resulta resolver un sencillo juicio de faltas, o un proceso civil de mínima cuantía, o en lo frecuente de las nulidades de actuaciones por infracciones del ordenamiento jurídico, o en las dificultades que comporta la ejecución de una sentencia favorable, significadamente cuando resulta condenada una Administraciónpública, entonces no puede soslayarse el problema, ni basta cargar las tintas en que las claves de la reforma de la justicia pasan, precisamente, por el sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, por la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, si la función jurisdiccional es un poder del Estado o un servicio público, o en la determinación de la lengua en que deban documentarse las actuaciones judiciales, por citar algunas de las cuestiones nada triviales que en la actualidad dividen a los estudiosos del derecho judicial.
La sociedad puede esperar de la clase política, y también de las organizaciones de jueces y otros juristas, que tengan ideas claras acerca de cuáles son las carencias del actual sistema y cuáles las soluciones que convienen a un momento especialmente delicado, por la evidente tendencia a la judicialización de los conflictos junto a la repercusión social que adquieren las decisiones jurisdiccionales, dejando de lado también
el manido argumento de la insuficiente dotación de medios.
El CGPJ prepara un Libro Blanco sobre el estado de la justicia. La iniciativa es plausible porque si la voluntad es la de poner manos a la- obra, y hay mucho que hacer, el punto de partida será justamente indagar sobre la realidad y emitir luego un diagnóstico ajustado al presente. No parece temerario anticipar algunas de sus posibles conclusiones: la justicia en nuestro país es lenta, costosa y, por ello, escasamente eficaz.
Urge acometer la reforma de la justicia. Resulta prioritaro devolver a los ciudadanos la confianza parcialmente perdida en el Poder Judicial. El problema no es exclusivo de España. También en Francia, en Bélgica y en Italia, por citar algunos países europeos, se está en ello. La diferencia estriba en que en el nuestro la cuestión no es puntual, no surge al compás de ciertos sucesos que hayan conmovido a la opinión pública, antes bien continúa siendo una asignatura pendiente, un auténtico asunto de Estado que no se afronta globalmente desde la España liberal del último tercio del siglo XIX, cuando era regente del Reino el general Serrano y Montero. Ríos su ministro de Gracia y Justicia.
La justicia española sigue siendo tributaría del modelo creado por la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 y del ordenamiento jurídico, sobre todo en lo procedimental, de hace más de 100 años. Algo ha llovido desde entonces, y a pesar de ello las innovaciones se sitúan, excepción hecha de lo contencioso-administrativo, en la línea de las reformas parciales y urgentes, a veces meros parches y remiendos surgidos al hilo de casos concretos. La oportunidad histórica que supuso en su momento la elaboración de la vigente Ley del Poder Judicial de 1985 se desaprovechó por falta de consenso. Las esperanzas que aquella iniciativa pudo suscitar para la modernización de la justicia han quedado en buena medida defraudadas por lo menguado de los logros alcanzados.
Sobre la reforma de la justicia está dicho casi todo y casi todo está por hacer. Es verdad que no existen fórmulas mágicas para ello y que la tarea reformadora se asemeja al trenzado del manto de Penélope, en que los logros obtenidos hoy deben ser sometidos mañana a revisión en consonancia con la realidad social. Pero es que entre nosotros bien puede decirse que el Poder Judicial que promete la Constitución está inédito.
Serían muchos los temas a abordar, pero no pueden omitirse los que parecen inaplazables; en primer lugar, la reconsideración del sistema de selección de jueces y magistrados, sustitutivo del mero reclutamiento, a veces masívo, de efectivos judiciales, que tengan como punto de referencia el modelo de juez constitucional, todavía por establecer, que no puede ser otro que el garante de la tutela judicial que enuncia el artículo 24 de la Constitución. Después, el restablecimiento de los juzgados de distrito, por cuanto que la denominada justicia municipal, que conocía de los pleitos más frecuentes y de menor complejidad, es la más próxima al ciudadano y está en mejores condiciones de ofrecer una respuesta rápida al justiciable. Asimismo, es preciso acometer la reforma procesal siempre pendiente, sobre todo en lo civil, reduciendo ' el número de procedimientos a los estrictamente necesarios en consideración a la materia, sin merma de garantías pero carente del actual despilfarro de trámites y recursos, propiciadores de dilaciones excesivas e injustificadas. Luego, la concepción del Tribunal Supremo como órgano de casación y para la unificación de la doctrina, en vez de una nueva y tentadora instancia judicial abierta a querulantes de oficio. También está por diseñar el modelo de secretaría judicial más eficaz, lo que excede de la mera dotación de medios materiales ciertamente necesarios, pero que, en ocasiones, sólo han servido para la informatización del desbarajuste organizativo reinante en algunas oficinas. Es preciso, por último, redefinir las competencias de algunos órganos judiciales, señaladamente las salas de lo civil y penal de los tribunales superiores de justicia, cuyas actuales competencias no se corresponden con sus plantillas.
La puesta en práctica de medidas como las escuetamente enunciadas, y de otras a ellas conectadas, no comporta. grandes modificaciones legislativas ni costosas inversiones, aunque sus efectos se notarían a corto plazo. Sin embargo, no hay motivos para el optimismo. La reforma de la justicia, al no ser asunto políticamente prioritario, puede seguir esperando.
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