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Tribuna:EL DEFENSOR DEL LECTOR
Tribuna
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Popular, populista, "pepero"

Pretender analizar la terminología política desde criterios estrictamente lingüísticos no deja de ser ingenuo. Lo normal es que cualquier intento en este sentido acabe en frustración. Si existe un ámbito en el que el lenguaje no es lo que significa realmente es el político. Ocultar la realidad parece constituir, a veces, el objetivo de los farragosos y retóricos programas electorales de las formaciones políticas. Incluso el nombre por el que éstas se hacen llamar no tiene otro fin, en ocasiones, que despistar o distraer a sus potenciales votantes sobre sus rasgos ideológicos menos rentables electoralmente. De ahí que desde la lingüística no tenga fácil tratamiento el caso que plantea desde Sillery (Quebec, Canadá) Ignacio Soldevilla Durante, molesto con que EL PAÍS (sus redactores y colaboradores) utilice el adjetivo popular para designar, a modo de epíteto prepuesto, a políticos y cargos públicos del Partido Popular.Este lector echa mano del Diccionario de la Real Academia Española -"no reconoce la acepción del término popular como miembro del PP", dice para recriminar a los periodistas de EL PAÍS que sigan una tendencia "más propia de los medios afines al PP". Tampoco se ajustan, añade, las acepciones que el DRAE atribuye a dicho término a la composición social, doctrina y objetivos políticos del PP. Y puesto a buscar alternativas, este lector enumera las de pepero, populista y popularista -tomada la primera de las siglas del partido y usada por el escritor Manuel Vázquez Montalbán en su columna del 24 de marzo en EL PAíS-, aunque no deja de reconocer el cariz peyorativo que arrastran los susodichos términos.

Es comprensible el malestar del lector ante lo que considera un uso patrimonial por parte de un concreto grupo político de un término o concepto definitorio de principios básicos de la democracia -soberanía popular, voluntad popular...-, pero, como afirma Fernando Vallespín, catedrático de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid, la función del lenguaje ha ido acentuando S u dimensión pragmática o las reglas de su uso (el significado es el uso que hacemos de la palabra, vienen a decir los filósofos del lenguaje como Wittgenstein). En este sentido, no puede ponerse ningún reparo -el Libro de estilo nada dice al respecto, como señala el lector, pero es que tampoco tiene nada que decir- al uso periodístico del término popular como epíteto prepuesto al nombre de los miembros y representantes del partido de Aznar.

Vallespín subraya que el término popular para aludir a los miembros del PP se adapta al uso que de hecho se hace de dicho vocablo, y en determinados contextos -una noticia política, por ejemplo- "resulta perfectamente comprensible para cualquier lector sin necesidad de recurrir a ninguna labor hermenéutica. El uso y las convenciones sociales que informan el habla ya se encargan de abrirnos su significado". Además, añade Vallespín, en el caso del PP, cuya tendencia a no dejarse etiquetar como "derechista" o "conservador" es manifiesta, se hace difícil recurrir a adjetivos calificativos de tendencias políticas más definidas. No es éste el caso del PSOE, cuyos políticos sí pueden presentarse como "socialistas".

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Desde los inicios de la transición política, la derecha neofranquista -la paleofranquista, representada por Blas Piñar, Fernández-Cuesta, etcétera, se quedó anclada en el pasado- inició de la mano de Fraga un proceso de homologación con la derecha democrática europea reivindicando también para sí el término popular, de fuerte raigambre sobre todo en los sectores democristianos. El partido de Fraga y Aznar ha adquirido, pues, a lo largo de los 20 últimos años, un derecho de uso sobre ese término, aunque sea en una acepción no recogida en los diccionarios. La razón política e histórica de ese proceso la explica Javier Pradera, director de Claves de Razón Práctica y comentarista político de EL PAIS: "El diablo suele cargar no sólo las pistolas, sino también las palabras cuando se emplean como armas en el combate político. Los nombres de los partidos reflejan el deseo de identificar su imagen con términos históricamente prestigiosos: por ejemplo, el adjetivo popular, utilizado por Manuel Fraga (ministro y embajador de la dictadura) para bautizar la formación neofranquista Alianza Popular (AP), creada en 1976 para disputar a Suárez la hegemonía de la transición. Sin embargo, la refundación en 1989 de la vieja AP bajo el nombre de Partido Popular (PP) respondió a razones menos oportunistas: el PP, presidido ahora por Aznar, quería incorporarse al Grupo Popular del Parlamento Europeo, que toma su denominación del partido italiano de ideología democristiana creado por el sacerdote Luigi Sturzo en 1919 y prohibido después por Mussolini".

¡No me vuelvan loco!

Juan Luis Moreno Méndez acudió el pasado día 16 de abril a una conferencia en la Residencia de Estudiantes, en Madrid. Como él, otras personas habían ido al mismo acto fiándose de lo anunciado en la agenda de EL PAÍS / Madrid. La conferencia no tuvo lugar sencillamente porque estaba prevista para el día siguiente. Un domingo reciente, Juan Luis Moreno se acercó a una determinada hora de la tarde a un acto de la librería Crisol, en la calle de Galileo. Nuevamente, la agenda le jugó una mala pasada. El acto estaba señalado para ese día, pero a las doce de la mañana. Otro día, Juan Luis Moreno acudió al número 55 de la calle de Alcalá para asistir a una conferencia en el Casino de Madrid. Tuvo que andar un poco más de lo previsto para llegar a la cita: el Casino de Madrid está en la calle de Alcalá, pero en el número 15. Juan Luis ha contado con desenfado y buen humor al Defensor del Lector sus frustradas excursiones culturales, pero rogando que no se le vuelva loco llevándole de aquí para allá a conferencias mal anunciadas, a números de calle equivocados y a actos que se celebrarán el día siguiente. Lo que tiene admirado al Defensor del Lector es que solamente Juan Luis haya protestado. Los errores en la agenda producen perjuicios inmediatos y tangibles: hacen perder tiempo e incluso dinero a los lectores -el precio del taxi o del billete de metro o autobús-, provocando su natural enfado, aunque éste sólo dure el tiempo de volver a casa o de encontrar otro sitio donde ir, como le sucedió a Juan Luis Moreno Méndez. Éste y todos los lectores de EL PAÍS tienen derecho a consultar una agenda de actos sin errores. Una sección eminentemente de servicios como ésta merece la máxima atención por parte de sus responsables.

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