El mapa europeo de Albania
La gran operación militar de Europa, tras la amarga memoria de Bosnia, no es un proyecto de la Unión Europea (UE). A los secarrales de Albania han acudido 6.000 soldados procedentes sobre todo de la Europa del sur: Italia, Francia, España, Grecia y Rumania. Las delegaciones de Dinamarca y Austria son un contrapunto que apenas salva el honor nórdico.Si la ayuda humanitaria llega a puerto con seguridad, si se aplaca la tensión, si rebeldes y Gobierno se sientan a la mesa, si la revuelta no deriva en guerra civil, si se evita la extensión del caos a Kosovo y a la Macedonia ex yugoslava, si sucede todo eso, habrá que imputar el éxito a sus protagonistas. A nadie más.
La Europa del sur se juega su prestigio en la eficacia disuasiva de sus uniformes, que algunos contemplan con arrogante distancia. En caso de lograr sus objetivos, se habrá apuntado un enorme tanto diplomático dentro de la UE. Pero puede fracasar por dos motivos. Por la debilidad política del liderazgo italiano, de forma que los militares se queden en algún momento colgados de la brocha por la inestable coyuntura de la clase dirigente romana: no por su presunta ineficacia, pues ya en Líbano los cuerpos especiales italianos demostraron su capacidad de interposición. O por la dificultad de que efectivos militares desarrollen una tarea que es primordialmente policial, de protección: ése fue el límite que ató de pies y manos a los cascos azules en Bosnia.
Aquella lección reclama que algún día se invente un cuerpo multinacional adiestrado en funciones mixtas policialmilitares para conflictos que, como se va viendo, tendrán tanto de revuelta caótica como de enfrentamiento armado. Mientras no se cree esa Guardia Civil especial, esa Guardia de Asalto internacional, esa Gendarmería con funciones de separación de contendientes de difusos contornos, bienvenida sea la fuerza sureuropea que pretende aplicar a Albania la respiración asistida.
La UE, como tal, no puede enviar un ejército. Todavía carece de él. Pero podría haber endosado políticamente el empeño, de forma solemne, y dejar su realización a los Estados miembros. Se limitó a ampararlo, a instancias de Italia y Grecia, y a encuadrarlo dentro del marco jurídico-político de la OSCE y de la ONU. Es algo, pero demasiado exiguo. También es cierto que la UEO carece de capacidad operativa. Pero ¿no era ésta una excelente ocasión para estar presente, para ofrecer, por ejemplo, sus dispositivos de planificación? ¿No es acaso Albania laboratorio de una de esas misiones Petersberg de construcción y mantenimiento de la paz que deben otorgar sentido futuro a la organización defensiva europea?
La dimisión del norte de Europa en esta misión es particularmente sangrante. Atenta contra el principio de solidaridad en que se basa la construcción comunitaria: ese hilillo de complicidad por el cual los pueblos mediterráneos vienen obligados a hacer suyos los dilemas de los bálticos, y a la inversa; por el que los países grandes deben defender como propios los intereses de los pequeños; por el que se buscan equilibrios entre naciones agrícolas y países industriales.
La Unión demuestra en este caso ser la Dispersión. Pero no basta el lamento genérico. Las responsabilidades son claras e individuales. Afectan sobre todo al Reino Unido, Alemania y Suecia, opuestos por principio a la operación y partidarios de minimizarla una vez se demostró imparable.
La grandeza militar británica -que hace del Reino Unido una de las dos verdaderas potencias europeas en defensa- se demuestra inane e improductiva, porque va pareja de la miseria en su liderazgo político. Margaret Thatcher se embarcó en una operación neocolonial, nostálgica del Imperio: la guerra de las Malvinas. Pero al menos fue ambiciosa, y al inicio de los conflictos en Yugoslavia apostó por la intervención. John Major ha sido en este capítulo mero gestor de decadencias. Su inhibición simboliza que nada hará militarmente sin participación de EE UU. ¿Para qué, pues, su arsenal? Y resulta más patética cuando se trata de un conflicto en una región, la mediterránea, donde mantiene intereses estratégicos y lazos algo más que históricos, de Gibraltar a Chipre y Malta, pasando por el Próximo Oriente.
La negativa de Bonn a enviar tropas quizá sea más comprensible por las connotaciones históricas de los despliegues militares alemanes en el exterior. Pero ocurre, ¡ay!, justo cuando envía tropas, por primera vez sobre el terreno a un escenario crítico, a formar parte de la fuerza de estabilización de Bosnia (SFOR) en Bosnia. Quizá Alemania ha devuelto a Italia el feo diplomático de haber constituido un grupo de países medianos que pretenden rotar su presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU, evitando su acceso, y el de Japón, a ese sanctasanctórum. Y de paso contempla desde la distancia el posible agravamiento de sus problemas internos por si le condujeran a la autoexpulsión de la lira de la unión monetaria. Pero razones tan miserables contradicen la expresada voluntad de liderazgo de Alemania, que pretende sacudirse el calificativo de gigante económico y enano político. La inhibición de Suecia duele más. El encanto del antiguo neutralismo radicaba en que la pretendida equidistancia entre bloques, cuando éstos existían, no equivalía a lavarse las manos. Los países neutrales intervenían en acciones humanitarias internacionales y en misiones de cascos azules, y encabezaban la ayuda al desarrollo. Pero hoy, cuando los bloques son arqueología, ¿qué aportan los neutrales? La revisión del papel de Suiza en los años treinta y en la financiación del Tercer Reich subleva las conciencias. Sólo el compromiso de Austria en la fuerza para Albania -fraguado por la testarudez personal del ex canciller Franz Vranitzky- salva el honor de ese Norte que perdió el norte.
Es cierto que no todas las razones de las naciones voluntarias para intervenir son angelicales. Italia teme -como Grecia- el contagio del vecino, y quizá sueña en controlar las dos riberas del Adriático. Jacques Chirac busca sacarse la espina de la frustrada operación en Zaire y disimular su estrepitoso fracaso en África Central. Rumania persigue hacerse un hueco al sol de la OTAN. Y el Gobierno de Aznar, además de prestar apoyo a Italia -y compensar así a Romano Prodi de un viejo desaire sobre la unión monetaria-, pretende reeditar lo que Bosnia, y sobre todo Mostar, significó para la credibilidad internacional de Felipe González... Pero lo funda-, mental es que todos esos deseos convergen en un objetivo inatacable: la pacificación de Albania. Y, a diferencia de los argumentos nórdicos, se subsumen en razón, no se dilapidan en sinrazones.
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