Por qué no
Las sentencias de la Sala Tercera del Tribunal Supremo sobre la desclasificación de los papeles del Cesid son relevantes desde distintos puntos de vista y han sido comentadas desde diferentes perspectivas en los diversos medios de comunicación. No he visto, sin embargo, ningún comentario que haya hecho referencia a lo que, en mi opinión, es, con mucha diferencia, el aspecto más importante de estas decisiones del Tribunal Supremo.Me refiero, concretamente, a que estas sentencias suponen una quiebra radical del principio de legitimación democrática del Estado y constituyen, en consecuencia, un ataque frontal al fundamento de nuestro ordenamiento constitucional.
Técnicamente, esto es, desde una perspectiva exclusivamente jurídica, la decisión del Tribunal Supremo es un golpe de Estado. No lo es, por supuesto, de una manera intencionada. Ni se me pasa por la cabeza que ésa haya podido ser la intención de los magistrados de la Sala Tercera al dictarlas. Pero, independientemente de cuál haya sido su voluntad, técnicamente, en su resultado, es un golpe de Estado, en la medida en que supone la negación, total y absoluta, del principio de legitimación democrática en que el Estado descansa.
¿Por qué? Es lo que voy a explicar a continuación de una manera que espero sea generalmente comprensible.
El Estado español descansa en el principio de legitimación democrática formulado en el artículo 1.2 de la Constitución: "La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado".
Este es un principio que no admite excepción de ningún tipo. Todos los poderes del Estado tienen que tener una legitimación democrática. Si no hay legitimación democrática, no hay poder. Por eso la Corona es un órgano, pero no un poder del Estado. Si hay poder, tiene que haber legitimación democrática, aunque en principio parezca no haberla. En este terreno no hay excepción que confirme la regla. La excepción es siempre negación de la regla.
Dicha legitimación democrática opera de manera distinta respecto de los poderes políticos, las Cortes Generales y el Gobierno, que respecto del poder jurídico, los jueces y magistrados integrantes del poder judicial. Pero opera o, mejor dicho, no puede no operar respecto de todos.
Respecto de los poderes políticos, la legitimación democrática es visible. Los ciudadanos elegimos periódicamente a los diputados y senadores, y el Congreso de los Diputados inviste al presidente del Gobierno al comienzo de cada legislatura, pudiendo exigirle la responsabilidad política en cualquier momento durante toda la legislatura.
En lo que al poder judicial se refiere, la legitimación democrática es invisible. Los ciudadanos no intervenimos, ni directa ni indirectamente, en la designación o remoción de los miembros del poder judicial. Y sin embargo, "la justicia emana del pueblo..." (artículo 117.1 CE) y también tiene que tener una legitimación democrática.
¿Cómo se consigue esto y cómo se consigue no de una manera ficticia, sino de forma real y efectiva?
A través de la "sumisión del juez a la ley" (artículo 117.1 CE, último inciso). El juez tiene una legitimación democrática porque, cuando dicta sentencia, no es su voluntad la que se impone, sino que lo que se impone es la voluntad general, es decir, la voluntad de los ciudadanos a través de sus representantes objetivada en la ley. El juez no tiene voluntad propia, sino que es el portador de una voluntad ajena, de la voluntad general, de la ley.
Ahora bien, ¿cómo sabemos los ciudadanos que es así? ¿Cómo se hace visible lo invisible? ¿Cómo se puede certificar objetivamente que la voluntad del juez expresada en la sentencia no es su voluntad, sino la voluntad general, la voluntad de la ley?
A través de la exigencia constitucional de la motivación de la sentencia. "Las sentencias serán siempre motivadas... " (artículo 120.3 CE).
La Constitución es mucho más exigente en lo que a la vigencia del principio de legitimación democrática respecto del poder judicial se refiere, que en lo tocante a los poderes legislativo y ejecutivo. La legitimación democrática de los poderes legislativo y ejecutivo se da constitucionalmente por supuesta, se presume como regla general. La legitimación democrática del poder judicial, por el contrario, no se presume nunca. Tiene que ser demostrada, de manera explícita y razonada, cada vez que dicho poder actúa. A ello responde la exigencia de la motivación. Es la vía a través de la cual el poder judicial tiene que hacer visible su legitimación democrática. A diferencia de los poderes legislativo y ejecutivo, el poder judicial tiene que exteriorizar cada vez que actúa cuál es el fundamento democrático en que su poder descansa. Por eso la exigencia de la motivación es inexcusable. "Siempre", dice la Constitución.
Y tiene que demostrarlo por referencia a la ley. No por referencia a la Constitución, sino por referencia a la ley. El poder judicial únicamente se legitima democráticamente a partir de la ley. No puede legitimarse democráticamente a partir de la Constitución de manera directa. Está sometido a la Constitución, pero tal como es interpretada por las Cortes Generales al dictar la ley. Legitimación directamente a partir de la Constitución sólo la tienen las Cortes Generales y el Tribunal Constitucional, que no es poder judicial. Todos los demás organos constitucionales tienen una legitimaclón democrática a partir de y a través de las Cortes Generales, legitimación subjetiva y presente en el caso del Gobierno, legitimación objetiva y pretérita en el caso del poder judicial.
Ésta es la cadena de legitimación democrática del Estado definida en la Constitución. Ni el poder ejecutivo ni el poder judicial pueden saltarse el eslabón que representa el poder legislativo y remitirse directamente al poder constituyente. Cuando esto ocurre se destruye el proceso de legitimación democrática y se impone como voluntad del Estado lo que en ningún caso puede serlo. Técnicamente, esto es un golpe de Estado.
Quiere decirse que la motivación de toda sentencia, desde la de cualquier juez de primera instancia a la del Tribunal Supremo, tiene que identificar siempre cuál es la ley en la que su legitimación democrática descansa. Si tiene dudas respecto de la constitucionalidad de la ley, tiene que plantear la "cuestión de inconstitucionalidad" ante el Tribunal Constitucional. El poder judicial está sometido al principio de legalidad. El principio de constitucionalidad frente al principio de legalidad sólo está a disposición del Tribunal Constitucional.
Cuando un órgano judicial rompe esta cadena, salta por encima de la ley y recurre directamente a la Constitución para controlar un acto del poder ejecutivo, niega su propio principio
de legitimación democrática y, como consecuencia de ello, niega también el principio de legitimación democrática de las Cortes Generales, cuya decisión ignora, y el del Gobierno, cuyo acto anula. Esto, justamente, es lo que ha hecho la Sala Tercera del Tribunal Supremo. La motivación de las sentencias destroza de la manera más radical que imaginarse pueda el principio de legitimación democrática del Estado tal como está definido en la Constitución española de 1978. No es posible salvar nada.
A pesar de que el Tribunal Supremo afirma expresamente que la Ley de Secretos Oficiales es constitucional, no controla el acto del Gobierno de no desclasificación de los papeles del Cesid por su conformidad o disconformidad con dicha Ley de Secretos Oficiales, sino por su conformidad o disconformidad directamente con la Constitución, concretamente con el artículo 24.1 CE. (La interpretación que hace el Tribunal Supremo del alcance
del artículo 24.1 CE no tiene nada que ver con la interpretación que ha hecho del mismo el Tribunal Constitucional sin una sola excepción. Pero ésta es otra historia).
El Tribunal Supremo no se refiere a un solo artículo de la Ley de Secretos Oficiales en el que fundamentar su decisión. Desconoce la interpretación de la Constitución que ha hecho la ley y en la que se ha basado la decisión del Gobierno, salta por encima del principio de legitimidad democrática de los poderes legislativo y ejecutivo, y recurre a la legitimidad del poder constituyente de manera directa para decidir que a él le corresponde la facultad de decidir en última instancia sobre la clasificación o desclasificación de los secretos oficiales.
Esto es algo que el Tribunal Supremo no puede hacer en ningún caso. En el momento en que actúa de esta manera se convierte en un poder arbitrario, que hace un uso desviado del poder que la Constitución le atribuye.
Por eso decía que, técnicamente las sentencias son un golpe de Estado. Los 33 (los 32 en realidad, pues el presidente actuó de manera constitucionalmente irreprochable) no justifican en ningún momento su legitimidad democrática. Sin ella dejan de ser un poder del Estado para pasar a ser unos meros detentadores, es decir, unos ocupantes ilegítimos del mismo. La decisión que han tomado no tiene cobertura legal, y, por no tener cobertura legal, tampoco puede tenerla constitucional, ya que el poder judicial sólo puede tener cobertura constitucional a partir de y a través de la ley.
Esto es lo que convierte a estas sentencias en un ataque frontal al Estado de derecho configurado en la Constitución. Puede haber sentencias más llamativas o pintorescas, pero es imposible que pueda haber una sentencia más arbitraria que ésta. Más arbitraria en el sentido técnico del término, esto es, en el de sustituir la voluntad de la ley por el arbitrio del juzgador.
Ésta es la razón por la que considero que el Gobierno no debería ejecutar las sentencias, sino que debería impugnarlas ante el Tribunal de Conflictos de Jurisdicción. Este precedente no debe aceptarse.
Ello no quiere decir que los documentos que el Tribunal Supremo considera que se deben desclasificar no se desclasifiquen. Tal como están las cosas, esos documentos tienen que ser desclasificados y puestos a disposición de los jueces que los vienen reclamando. Cualquier otra decisión sería inaceptable para la sociedad española.
Pero la única solución constitucionalmente admisible es que en un próximo Consejo de Ministros se adopten dos acuerdos: uno primero, impugnando las sentencias, y otro segundo, desclasificando los papeles mencionados. El Gobierno no puede admitir que los jueces, sin base legal, sino directamente a partir de la Constitución, le ordenen desclasificar. Tiene que reivindicar como propia la competencia desclasificatoria. Si se admite que el poder judicial a partir del artículo 24.1 CE puede examinar los documentos clasificados como secretos y decidir discrecionalmente si prevalece el secreto de Estado o la tutela judicial efectiva, la Ley de Secretos Oficiales sobra. Ésta o cualquier otra. A partir de este momento, con este precedente, no hay forma de configurar límite alguno a la intervención del poder judicial. Y esto no se puede admitir.
O sí. Si el Gobierno considera que el poder judicial debe tener en última instancia la competencia de desclasificación de los secretos oficiales, que remita el proyecto de ley correspondiente a las Cortes, y si éstas lo estiman pertinente, que lo aprueben en estos términos. Políticamente me seguirá pareciendo un disparate, pero constitucionalmente sería una forma de proceder irreprochable.
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