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Las sentencias del 4 de abril

Una vez más, quizá por desgracia, la actualidad política son actuaciones judiciales, en este caso sentencias del Tribunal Supremo. Y digo por desgracia no por el contenido de estas decisiones, sino porque aquí como en ningún otro lugar se consuma esa "judicialización" de la vida política de la que son principales responsables los políticos, y en primer lugar los Gobiernos y las Cortes Generales, que han hecho dejación de sus responsabilidades, unos, por excesos en su acción con la no asunción de las responsabilidades políticas consiguientes; otros, por la no exigencia de dichas responsabilidades; unos y otros, por la omisión de lo que, diríamos, es su deber político de regulación de lo insuficientemente regulado.Las sentencias (la "doctrina" se establece en la del caso Oñederra, y se aplica también en los otros dos) dejan (al menos a mí me dejan) una sensación de satisfacción rodeada de inquietud. Satisfacción por la confirmación del predominio, en ciertos casos, del principio de la tutela judicial efectiva (artículo 24 de la Constitución Española) en una línea que garantiza aún en casos límite la aplicación de derechos fundamentales, incluso frente a presuntas acciones delictivas públicas. Inquietud porque, al fin, sea un órgano jurisdiccional (la Sala Tercera del Tribunal Supremo en pleno, 33 magistrados) quien ha decidido el juicio sobre el equilibrio constitucional entre la obligación de garantizar la seguridad del Estado que corresponde al Gobierno (mediante, entre otros medios, el secreto de ciertas actuaciones) y el derecho a la tutela judicial efectiva (que corresponde, como es obvio, a los tribunales).

Las sentencias no carecen de razonada solidez; no puede decirse que las decisiones tomadas en ellas sean aventuradas e irreflexivas, una vez que los famosos papeles fueron sometidos a su examen. Porque la cuestión es que, al actuar de este modo (pedir los papeles para examinarlos y decidir), la Sala Tercera del Tribunal Supremo se ha constituido, para este u otros futuros casos, en árbitro de la seguridad. Lo que es algo inquietante, y no tanto porque un secreto entre 33 es menos secreto como por la desviación de las responsabilidades políticas de su sitio natural. Predominio que no se establece, sin embargo, con carácter absoluto, pues no niega el tribunal que la seguridad cubierta por el secreto pudiera prevalecer sobre el derecho a la tutela judicial efectiva aún en presencia de crímenes notorios.

Como es inquietante el intrincado camino judicial que efectivamente se ha seguido. Un juez de instrucción pide documentación secreta porque así procede para el buen desarrollo de una causa criminal; el Gobierno se niega a entregarla; contra su decisión se presenta recurso de los afectados (no del juez, claro) ante la jurisdicción contenciosa. Y es esa jurisdicción, no la penal, la que acaba decidiendo lo que importa para el concreto desarrollo... de un proceso penal.

Y aquí es donde entra la responsabilidad de los políticos: el Gobierno es responsable de la seguridad, y lo es ante las Cortes. Amparado en la comodidad que le otorga la vigente Ley de Secretos Oficiales de 1978, el Gobierno (algún Gobierno concreto) se protege en la insuficiencia legal para abusar de su facultad, y cubre con el manto de la seguridad demasiada sustancia sucia; las Cortes no hacen nada (bien es verdad que las pobres dependen, efectivamente, del Gobierno, y no al revés). Los intereses políticos concretos han hecho que la seguridad del Estado se haya usado, también, como escudo milagroso, lo que no parece razonable. Todo ello ha impedido, hasta el presente, una más adecuada legislación en esta materia. Una legislación que permita restringir el campo de conflicto entre seguridad y derechos fundamentales.

Desde hace tiempo me ha parecido conveniente que, para los casos extremos, se cree un órgano restringido que permita conjugar secreto y derechos de la manera menos insatisfactoria posible, un texto que coloque al Gobierno ante su responsabilidad de una manera exigente, y que nos libere de la sombra de un Gobierno de los jueces, que, la verdad, los jueces no quieren, aunque sí algunos periodistas justicieros. Al fin, estas sentencias son razonables y bien pensadas, aunque no es difícil discrepar. Pero el hecho mismo de que haya que exhibir los secretos ante 33 magistrados que no habían buscado el asunto para que éstos decidan si el secreto está bien traído o no parece un despropósito. Cierto es que los documentos secretos estaban publicados en la prensa; lo que ya no es despropósito sino esperpento; quizá si no hubieran sido ya públicos, los magistrados se hubieran resistido a pedirlos; quién sabe.

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