El retraso del euro
Lejos de mí atreverme a preconizar, y ni siquiera a augurar, el retraso de la moneda única, prevista para la tercera fase de la unión monetaria. Los economistas no se han puesto de acuerdo sobre sus ventajas e inconvenientes, y los políticos, únicos competentes para decidir la cuestión, se empeñan en negar el carácter estrictamente político de la misma, con lo cual no hacen sino incrementar su irracionalidad y consecuente imprevisibilidad.Pero permítaseme meditar sobre la grave contradicción en que incurren los acérrimos partidarios de cumplir a rajatabla el calendario de Maastricht, cualesquiera que sean los datos de la realidad externa. A saber, el énfasis en la conveniencia y viabilidad del euro como piedra angular de la estabilidad europea a largo plazo y la simultánea afirmación de que o se hace ahora, esto es, en 1999, e incluso antes, o no podrá hacerse nunca. ¡Algo de tan largo aliento, estable y definitivo y, a la vez, tan frágil y ocasional!
Para empezar, desdramaticemos el problema. Afirmar que el euro en 1999 es una cuestión de paz o guerra es una notable sandez, bastante peligrosa, por cierto. La historia debería enseñar la conveniencia de mantener a buen recaudo ese tipo de palabras tremendas, llenas, decía Ortega, de "pico y garras". Cuando, sobre todo desde determinadas latitudes, se ha hablado en el siglo XX de paz o guerra como alternativas, ha resultado siempre la guerra. La guerra que nadie desea en Europa y que, en las circunstancias actuales es, además, prácticamente imposible.
Lo cierto y mucho menos dramático es que algunos elementos de la tozuda realidad, desde las condiciones económicas fijadas por el propio Tratado de la Unión hasta los sondeos de opinión, parecen oponerse al inmediato establecimiento de la moneda única y aconsejan, cuando menos, un retraso.
Así opinan numerosos expertos económicos en público y muchos políticos en privado. Sin entrar a discutir las ventajas del euro, no parece disparatado pensar que una medida tan trascendental en el proceso de integración europea y tan decisiva para la estabilidad y el bienestar del continente debe hacerse con los mayores apoyos políticos y en las mejores circunstancias técnicas, algo que, indiscutiblemente, ahora no se da. Pero, frente a tales inconvenientes, los más sinceros, brillantes y bienintencionados adalides del "euro ya" esgrimen dos argumentos fundamentales.
Primero, la situación económica puede no mejorar o incluso empeorar. Por tanto, es necesario aprovechar la actual coyuntura para dar el irreversible paso que la moneda única supone. Ello quiere decir que lo que debiera ser consecuencia y marchamo de la convergencia económica, de acuerdo a los propios criterios fijados en Maastricht, se establecerá no sólo cuando ésta no se ha alcanzado, sino cuando se reconoce que la divergencia entre los diferentes Estados implicados, sus distintos ritmos y sus problemas respectivos pueden aumentar. ¿Acaso ello contribuirá a la mayor estabilidad y fortaleza de la nueva moneda única? ¿Los mercados, cuya sabiduría se invoca todos los días, serán tan necios para que su confianza en el porvenir del euro se deje trabar por un golpe de efecto? ¿Podrán los mecanismos de control del futuro, llámense consejo de vigilancia, pacto de estabilidad o fórmulas sancionadoras, asegurar este futuro cuando no puede garantizarse ni siquiera el presente? ¿Existen y son previsibles los mecanismos compensatorios que la unidad monetaria requiere para ser socialmente tolerable? Nuestros conocimientos no incluyen los del futuro que influirán en las futuras acciones y, por eso, aquéllos no pueden prever exactamente éstas. Lo demás es "miseria del historicismo".
Segundo, las opiniones públicas de los países implicados son cada vez más contrarias al euro, sobre todo en Alemania, piedra angular de la Unión (ya más del 65%) y también en los países nórdicos y en Gran Bretaña. Por tanto, es preciso establecer con carácter irreversible dicha moneda para poner a dichas corrientes de opinión ante hechos consumados, manipulando, si es preciso, las fechas de las inoportunas elecciones. En consecuencia se reconoce que el euro, carente hoy de legitimidad, va a carecer de ella, aún más, en el inmediato futuro, precisamente cuando la dureza del pacto de estabilidad hará aún más necesario el apoyo político de la moneda única por la opinión pública. ¿Va a favorecer esta legitimidad decreciente la estabilidad del euro, la capacidad de acción de sus institución política que a su éxito se vincula?
Tales argumentos no son maniqueísmo. El lector puede encontrarlos bajo los nombres más solventes, y eso es lo preocupante, porque los errores lógicos son los más graves errores intelectuales, y éstos están en la raíz de las equivocaciones políticas y aun morales.
Puesto que las condiciones fijadas en Maastricht como idóneas no se dan, tras enfatizarlas muy mucho, obviémoslas, porque tal vez mañana: se den aún menos; porque el futuro se muestra incierto, forcémoslo con mecanismos de control; porque la opinión nos es adversa, pongámosla ante lo inevitable.
La contradicción consiste pues en, porque la realidad es adversa, forzarla hoy para que una realidad más adversa aún se encuentre forzada mañana, y eso es doblemente peligroso. Primero, porque la realidad acaba imponiéndose a cualquier tipo de prótesis que no convenga a su anatomía. Segundo, porque las reacciones de una realidad forzada suelen ser exageradas y arrastran, junto con los elementos indeseables, otros muchos valiosos. Y cuando se insiste en que una dilación en la introducción de la moneda única puede quebrar el ritmo de la integración europea se olvida que una frustración a medio plazo de la unión monetaria puede ser aún más fatal para dicha integración.
Los partidarios de la rapidez suelen citar el ejemplo de la bicicleta que hizo famoso un presidente de la Comisión. Pero tal vez operaciones tan delicadas como la Integración de un continente exceden al noble deporte del ciclismo. Los grandes pedalistas también pasan a la historia, pero los políticos deberían elegir otros caminos.
Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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