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Sábado negro

El pasado 29 de marzo vino fresco y luminoso, muy agradable en conjunto, aunque malherido de antemano: no hubo periódicos. Esto ocurre tres veces al año: el 25 de diciembre, el 1 de enero y el llamado Sábado Santo, sin fecha fija.Doy por bueno, con ciertas reservas, el plantón del día 1, por tratarse de una fiesta pagana, pero protesto por los otros dos, y en especial, por el último.

Tal vez esta costumbre (vagamente emparentada con la tontuna de publicar inocentadas el 28 de diciembre) tenga algún sentido en otras empresas, pero no, desde luego, en EL PAÍS, un periódico laico y moderno al que no cabe suponerle compromisos con la baja Edad Media. Duelen, por tanto, y mucho, este tipo de concesiones.

Y soltada la pulla, defenderé mi enorme cabreo alegando que los periódicos representan hoy en día un sustento de primera necesidad. Por lo menos, el mío. Jugando un poco con la mente y olvidando adrede que existe la televisión, la radio e Internet, podría decirse que sin ellos todo quedaría paralizado y a oscuras.

Sin ir más lejos, pocas personas sabrían a ciencia cierta cómo es la cara de nuestro admirado alcalde Manzano. Correrían a cientos los rumores y se desatarían las pasiones: que si esto, que si lo otro, pero el pueblo llano no tendría oportunidad de conocer su discurso político.

En realidad, sólo tendríamos una referencia fiable de su carácter: los socavones, que le gustan a rabiar. Y hablando de ello: ¿seguro que no hay peligro con tanto agujero? No es por alarmar a nadie, pero se me ocurre pensar que si uno se pone a cavar, a cavar y a cavar sin descanso, aquí y allá, y a cavar de nuevo, y cada vez en más sitios, y luego otra vez, y más, y más, y más, y así indefinidamente, digo yo que algo malo le puede pasar a la corteza terrestre.

Incluso hay quien afirma que por este camino llegará el día en que Madrid quede conectada directamente con la ciudad de Wellington, flamante capital de Nueva Zelanda, aunque de modo muy novedoso, sin necesidad de trámites aduaneros, puesto que el viaje se realizaría atravesando por las bravas el planeta.

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Otro aspecto de la cuestión: los mitos, que sin periódicos irían acumulándose en la memoria colectiva. A Ángel Matanzo, por ejemplo, le echaron de la pandilla hace ya unos años, por duro y chulapón, pero eso lo sabemos gracias a los periódicos; si no, todos los vendedores y artesanos seguirían con la angustia en el cogote: soñando con él, prendidos al Transilium, vigilando esquinas y siempre prestos a agarrar sus bártulos a la menor señal de peligro.

Puede que en la antigüedad el mundo se manejase sin necesidad de periódicos; sin embargo, la vuelta atrás es imposible. Hoy existe algo que se llama estrategia; estudios de mercado y cosas así que te facturan un jefe de negociado o un presidente de gobierno a la mínima de cambio. Y ello, sin que nadie sepa cómo ha sido. Es el precio que nos hace pagar la modernidad, y sospecho que esta nueva corriente forma ya parte de nuestros genes. Por tanto renunciar a los periódicos sería tanto como prescindir de la luz eléctrica: nos retorceríamos, agonizaríamos, todo se iría al garete. Y me pregunto si merece la pena arriesgar tanto por festejar un sábado. Una cuita que traslado a los responsables de este periódico, con cierto desánimo, lo reconozco, y también algo disminuido, ya que en este asunto, encima, se cruza una dolorosa circunstancia de tipo personal: precisamente el sábado 29 de marzo, día de autos, debería haber figurado (en el apartado Vida Social) una relación de los nacidos el 30 de marzo, a la sazón mi cumpleaños.

Y sucede que me he quedado con las ganas de saber quién comparte conmigo la fecha. Pero así son las cosas: aquel día no hubo periódico, por decreto ley y, consecuentemente, tampoco inventario de cumpleaños.

Y aprovechando que me dirijo a los altos despachos: ¿qué se puede hacer para aparecer en esa lista? Sé que no te suben el sueldo ni nada por salir en ella, pero me haría mucha ilusión callarle la boca a mis primos de Zaragoza. ¿El año que viene?

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