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Alaska

Rosa Montero

Hace unos días estuve en Lund, en el sur de Suecia; para llegar tuve que volar a Copenhague y desde allí coger un barco. En el autobús que nos trasladaba desde el aeropuerto al embarcadero se sentaron detrás de mí dos latinoamericanas. Debían de tener unos sesenta años y una parecía mucho más cosmopolita y desenvuelta: probablemente residía en Suecia y estaba haciendo de anfitriona de la otra. Iban charlando animadamente cuando la más bajita, de aspecto tímido y campesino, dijo: "¿Esto es Alaska?". Miré por la ventanilla: los alrededores del aeropuerto se extendían en una grisura lisa e invernal. Pensé: he oído mal, no era una pregunta, simplemente ha querido decir que esto parece Alaska. "¿Cómo?", se extrañó la mujer cosmopolita. "¿Esto es eso que llaman Alaska?", repitió la otra señora. La anfitriona se apresuró a explicarle, con ese respeto sobrecogido que produce la ignorancia inocente, que estábamos en Dinamarca y camino de Suecia. No creo que la otra llegara a entenderla: no porque fuera estúpida, que no lo era en absoluto, sino porque provenía de un mundo que no tiene nada que ver con nuestro Primer Mundo, que es el de los aviones a reacción que te llevan de una punta a otra del planeta. Ella venía del profundo Sur, ese Sur económico e interior cuyos habitantes se encuentran en diversos grados de carencia, desde los 840 millones de personas famélicas (cada día mueren de hambre 18.000 niños) hasta los desnutridos de conocimientos, como la conmovedora mujer del autobús. Ellos son la mayoría, son las tres cuartas partes de la Tierra, pero desde el opulento Norte les ignoramos, pasamos sin rozarles por encima de ellos, de la misma manera que el barco, que era un modernísimo deslizador, volaba sobre una cámara de aire por encima del mar gelatinoso y gélido. En realidad la mujer tenía razón: somos Alaska.

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