Juzgados de la plaza de Castilla
Heme aquí que tengo que acompañar a mi consorte a los juzgados de la plaza de Castilla. El telegrama azul es conminatorio: "Si usted no comparece a las 11.30 será sancionada con una multa entre cinco y 25.000 pesetas". Ni más ni menos; ni siquiera un respingo edulcorado por si mi cónyuge pudiera sufrir un soponcio cardiaco, un retraso de la regla u (¿o?) obligaciones profesionales que aplazaran el día, -o (¿u?) hora perentoria judicial. En esto de la ortofonía y de la letra pequeña ando más bien desjuriconsultado. Como marido fiel, de momento, la desperté a las diez de la mañana: "¡Espabila! ¡Tienes que estar en el juzgado a las once y media!".Confieso que ella es más bien remolona. A las 10.45 tomamos un taxi en Atocha. El taxímetro marcaba 1.025 pesetas. Propina añadida de 25 más. A las once en punto, tras la inspección de metales, traspasamos la frontera que separa la ilegalidad de la ley. No sabíamos a qué planta marcar el botón del ascensor. Gentes despistadas nos pedían orientación. Como perro viejo en estas lides, les aconsejé, que me siguieran. Tenía el tiempo suficiente para curiosear, pues hasta las 12.25 ni alma jurídica apareció. Divagué por los pasillos. Tomé notas. En cada tramo, de unos veinte metros, había unos extintores con instrucciones de manejo solamente en inglés. Y me dije: "¡Coño! ¡En caso de incendio, aquí sólo se salvan los pichinglis!".
Para aliviarme, me dediqué a leer las citaciones en las vitrinas. Amojamadas de amarillo rancio, la mayoría, estaban en pretérito anterior de subjuntivo. Para calmar mis nervios con la espera, y como no había interdicción gráfica, me encendí un cigarrillo. Apurando la colilla, busqué en vano un cenicero. La aplasté con el pie en la superficie impoluta. En esto que una minifalda abogada le susurra a mi cónyuge: "Pasa, que te cuelo".
Para distraerme en la espera abrí EL PAÍS. Como ya un hábito antañón, busqué la columna de Haro Tecglen. Luego repasé hacia atrás en busca del relajo humorístico, colado entre los editoriales, y esa, odiosa página cobijada al amparo del hipócrita patrocinio remunerado de Opinión. Coincidió ese día que, al pie, como de costumbre en él, el moralista converso se reservaba el copyright.
Pasé de largo y me dediqué a hojear las páginas. Omití las colaboraciones habituales, porque ya sabía. de antemano de qué iban. Expulgué entre las novedades inmediatas y me encontré con la bomba sobre un follón en la judicatura.
Y me dije: Libérame, Dómine, de sententias pactatas.
Mi cónyuge tuvo que aplazar la cita con el dentista porque el flemón podía esperar.
¡Lo que es la vida! Se le había infectado la muela del juicio.-
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