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Peatonaria

De entrada, ya está mal que nos llamen peatones; las palabras peatón y peatones dan pie a toda clase de fáciles rimas malsonantes y consonantes a las que tan propensos son los automovilistas airados, y, como se sabe, cualquier automovilista se convierte en automovilista airado al menos varias veces al día. Peatón es, además, un término sexista y políticamente incorrecto, pues carece de femenino, la palabra peatona no está incorporada al diccionario, ni debe incorporarse por cacofónica y burda.Los peatones, ciudadanos de a pie en una ciudad hecha a la medida de las cuatro ruedas, somos víctimas (otro término políticamente incorrecto porque no tiene masculino), somos esclavos de esas criaturas presuntamente superiores que se forman encajando un ser humano en una máquina accionada por un motor de explosión, un centauro, mitad bestia, mitad caballo. Cuando el automovilista se quita el caparazón y pisa la acera, se convierte, mal que le pese y aunque sólo sea por unos instantes, en un peatón como los demás y toma idénticas precauciones para cruzar la calle: corre desesperadamente antes de que el semáforo en ámbar marque el fin de la tregua porque no se fía de sus colegas de hace un rato y se deja los bajos de los pantalones o los puntos de las medias enganchándose en los parachoques de los vehículos aparcados que forman una tupida muralla junto a la acera marcando sus dominios soberanos. Una vez peatonalizado, el automovilista se humaniza, Mr. Hyde vuelve a ser el ciudadano Jekill hasta que empuñe de nuevo la palanca del cambio. El peatón ibérico es una raza especialmente proclive a ser diezmada cotidianamente por su enemigo, su igual pero con ruedas. Con frecuencia, los conductores extranjeros se sorprenden al ver a los peatones locales dar educadamente las gracias cuando les ceden el paso en un ceda el paso, frenan en un stop o esperan pacíficamente la luz verde sin rugir y sin dar amenazadoras tarascadas de impaciencia. Suelen interpretarlo mal, no se trata (le un exagerado gesto de cortesía española, el peatón ibérico se limita a agradecer a la bestia mecánica que le haya perdonado la vida generosamente, que haya sabido resistirse a la tentación de apretar el acelerador y abalanzarse sobre su indefensa osamenta con su coraza metálica.

Los peatones debemos reivindicar una palabra más digna, un término equivalente que nos dignifique, en principio verbalmente. Proclamar nuestra condición de pasean tes, viandantes, caminantes, o, en el peor de los casos, transeúntes, y organizarnos como sindicato, o montar una ONG, o una secta que defienda la supremacía de la raza humana sobre sus híbridos motorizados. En este sentido trabaja dentro de la clandestinidad más absoluta, desde una lóbrega buhardilla. de Lavapiés, el ex disidente, ex soviético, exiliado, Borís Vozenoff, responsable de un opúsculo titulado La conjura rodante que el propio autor vende en mano todas las noches en los bares de su barrio al módico precio de 250 pesetas. Vozenoff, con esa aplastan te seguridad con la que suelen expresarse los visionarios más desequilibrados, afirma que los automóviles los carga el diablo y que los automovilistas son poseídos por Belcebú nada más encerrarse en sus cabinas y se transforman en voracísimos vampiros que chupan la negra sangre que circula por las venas del planeta para alimentar sus insaciables depósitos. Vozenoff, que alimenta a los suyos con vodka de garrafón y cartones de Tabernet Don Simón, culmina su desquiciado folleto con delirantes a la par que tremendas recetas para acabar con la plaga vampiresca, tales como introducir cabezas de ajo en los tubos de escape o visitar por las noches los aparcamientos clavando estacas metálicas a martillazos sobre los capós de los automóviles, si bien, dentro de: su delirio, el autor reconoce que esta segunda opción, aunque de efectos fulminantes, es demasiado ruidosa y puede poner en peligro la acción de los cazavampiros más entusiastas.

Sin llegar a los extremos de nihilismo devastador que propone el visionario eslavo, a los ciudadanos y ciudadanas de a pie nos ha llegado la hora de organizarnos porque nuestros enemigos ya empezaron a hacerlo.

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