Los cuarenta de Ema
Lo que le pasa a Ema, creen sus amigas, es que ya se acerca a los cuarenta y sigue sin una pareja que le dure. Y no es eso: aunque las amigas de Ema son en su mayor parte buenas chicas, han visto demasiada televisión y tienden a las cadenas de ideas en las conversaciones, de manera que a rubio sigue ojos azules, y si oyen marido (con lo burocrática y mesa camilla que es esa palabra), creen que significa felicidad y piensan en fútbol.En realidad Ema está en el mejor momento de su vida. Desde el punto de vista físico, se entiende: es cierto que las patas de gallo se le han quedado a vivir (el precio de tener la sonrisa generosa y en los ojos), y que su cuerpo ha perdido la dureza que tuvo... y en la que entonces no pensaba. A cambio la mirada de Ema es ahora más reposada, tolerante y a la postre inteligente, su sonrisa se derrama menos, elige más, está casi curada de su debilidad por el chisme y no digamos el cuchicheo -ese sí que es un atractivo-, y al tiempo que ha perdido firmeza, ha ganado en suavidad. Es más elástica y sabe manejar el tiempo, moverse en él, mucho mejor. Es más sabia.
O sea, una maravilla. Cierto, lo es. Tan cierto que no resulta fácil comprender por qué en el fondo de los ojos de Ema se ha instalado una suerte de nostalgia, la misma que seguía antes a los rompimientos con sus amantes, y qué ahora ha cristalizado en una crisis permanente... Porque si bien Ema sigue consumiendo amantes, ya no es lo mismo. Puede que ella no sea la misma: sus amantes tampoco, y no digamos ya la velocidad de crucero de sus amores, que han pasado de pasiones bajo la tormenta a más rutinarios recorridos por un campo de golf.
Quizá convendría explicar que la peculiaridad de Ema (anagrama de Ame, que puede significar deseo o recuerdo y nunca se conjuga en presente), su circunstancia, es que sólo se puede enamorar si está rodeada de belleza. No que el objeto de su pasión sea bello -ahí no es demasiado exigente, aunque sin pasarse- , sino que el escenario donde se produce el flechazo tiene que reunir ese azar improbable de la belleza. O sea, tensión, coincidencia, fugacidad... Luego puede mantenerlo durante un tiempo, e irremediablemente el amor se le desmorona tan pronto como la belleza pasa. Y pasa irremediablemente.
El destino fue piadoso con Ema, que siempre pudo calmar el hambre de belleza, uno de los apetitos más exigentes que existen. Cuando llegó a la adolescencia, ya los estudiantes podían viajar -y a esa edad la belleza del paisaje suele ser inversamente prolporcional al precio del pasaje-, y cuando comenzó a trabajar, en los ochenta, el hortera nuevoriquismo ambiental tenía la ventaja, una vez pasados los fastos y las fotos, de ir dejando residuos de arte por todas partes. Conmocionada por la poesía de Kirchner y Beckmann, Ema sedujo a su primer amante de esa época en el vestíbulo mismo de la gran exposición de expresionistas alemanes en la Biblioteca Nacional, y no mucho después tuvo uno de los grandes amores de su vida tras oír El grito, de Munch. De este inevitable desastre se consoló con alguien que quiso compartir su entusiasmo por los fotógrafos latinoamericanos de la antológica del museo de arte contemporáneo, (un edificio estupendo, por cierto, del que no se ha vuelto a hablar después de ser sacrificado en la pira del Reina Soria en uno de los derroches de la época).
En ese tiempo Ema tenla un amante al mes -con exaltación, anhelo, temblor, cosquillas en el estómago y todo lo demás-, sin disponer siquiera de las pausas para hacer, votos de no volverse a enamorar. Es verdad que se movía en esa zona grata de los veinte y treinta, cuando el tiempo sólo pasa para los demás. También lo es que en el aire, la ciudad, había una especie de entusiasmo, un poco ferial, falsificador y hortera, cierto, y también propicio.
Y aquí estamos. Todos sabemos qué ha ocurrido: que no ocurre casi nada. Ema se esfuerza en buscar, y como no encuentra se va marchitando. Dicen que son los cuarenta, y no son. Este es un llamamiento a las autoridades para que hagan algo.
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