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El suelo del infierno

La absolución por un jurado popular de Mikel Otegi, que asesinó a sangre fría en el pueblo guipuzcoano de Itsasondo a dos ertzainas en diciembre de 1995, no sólo arroja una cruda luz sobre la dramática situación del País Vasco, sino que obliga a plantearse la adecuación a la realidad actual de la Ley del Jurado de 1995. No es seguro que la justificada indignación mostrada por los familiares de las víctimas y sus compañeros de la policía autónoma tras el torticero veredicto hubiese sido idéntica caso de haber sido dictada esa sentencia exculpatoria (que parece consagrar el privilegiado derecho a la impunidad de los criminales vinculados con el nacionalismo vasco radical) por un tribunal de magistrados. De haberse producido semejante desafuero, el sistema de recursos habría garantizado la oportunidad de someter a revisión el fallo por instancias superiores; ahora, en cambio, existen dudas razonables sobre la posibilidad técnico-jurídica de reparar el entuerto. Y, aunque el jurado ha reunido los cinto votos sobre nueve exigidos por la ley para exculpar a Mikel Otegi, su número habría tenido que elevarse hasta siete (también sobre nueve) para declararle culpable del asesinato de los dos ertzainas.Aunque la cólera y el temor provocados por la absolución de Mikel Otegi pueden ser a corto plazo malos consejeros, resulta evidente la necesidad de plantearse de manera reflexiva una reforma de la ley del Jurado capaz de extraer las experiencias adecuadas no sólo de este sangrante caso, sino también de otros juicios celebrados bajo su amparo. En un primer momento , los portavoces del PSOE y de IU (los dos grupos que más trabajaron durante la anterior legislatura para conseguir la aprobación de la norma) y los partidarios de la institución del jurado (que continúan esgrimiendo atendibles razones doctrinales, jurídicas o políticas) han sostenido la tesis defensiva según la cual la causa de los desastres hasta ahora producidos -especialmente la absolución de Otegi- no sería el buen texto de la ley, sino su mala aplicación. Se trata de un falso dilema: dado que las malas aplicaciones de una norma suelen provenir de los defectos técnicos, ambigüedades terminológicas y lagunas procesales de su articulado, la única forma de impedirlas es proceder a una buena reforma del texto.En contra de la historia judicial española y del sistema vigente en la mayoría de los países europeos, la ley de 1995 optó por la variante pura del jurado, al que confió la tarea no sólo de establecer los hechos probados, sino también de cuadrarlos dentro de los tipos delictivos y de valorar las causas de exención de la responsabilidad penal. El jurado que absolvió a Mikel Otegi "por no ser en absoluto dueño de sus actos en el momento de cometer los hechos" estaba compuesto por ocho mujeres y un hombre, sorteados entre 25 candidatos después de que otros 19 presentasen alegaciones (probablemente aconsejadas por el temor) para eludir su obligación cívica; la fuerte implantación electoral de HB en Guipúzcoa y el miedo a las represalias de los terroristas hacían prever el sesgo de un jurado al que no se le preguntaba sólo sobre los hechos probados de Itsasondo y que habría necesitado una mayoría cualificada de siete votos para condenar al acusado por asesinato.

Las razones del PSOE para promover una ley de jurado puro durante la anterior legislatura se prestan a las conjeturas más opuestas: desde la rigidez propia de los doctrinarios entusiasmados con la idea de cambiar el mundo a golpe de BOE hasta la necesidad oportunista de encontrar un proyecto estrella capaz de devolver el apresto reformista a un alicaído programa de Gobierno. Sean cuales fuesen los motivos de su creación, es hora ya de analizar las consecuencias no deseadas y los efectos perversos de la institución diseñada en 1995: si el infierno está empedrado de buenas intenciones (al estilo del jurado puro), un acuerdo civilizado sobre el jurado mixto podría servir de purgatorio y punto de encuentro para el consenso parlamentario.

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