Josep Pla, en Madrid
¿Qué hace en Madrid un hereu ampurdanés, fanático de la pesca, la carn d'olla y los cargols a la llauna? ¿Qué hace en Madrid un viajadísimo periodista, reportero en la URSS, enamorado de París, fascinado por Italia y amancebado con una, señorita noruega, hija de cónsul, separada, rebelde, mundana y estudiante intermitente en Londres? ¿Qué hago yo aquí?, parece, en efecto, haberse estado preguntando, en las dos veces que aquí estuvo (1921 y 1931), Josep Pla, de cuyo nacimiento se cumplieron 100 años este 8 de marzo.Y es que, por si fuera poco, se alojaba en una pensión de la calle de Miguel Moya -junto a Callao y al Palacio de la Prensa- que adornaban, clavadas a las paredes, cabezas disecadas de toro.
Cuando su compañera Adi Enberg llegó de Londres se encontró la cama que le correspondía ocupada por un enano; tras la trifulca para desalojarle tuvo otra `con la dueña, que se negaba en redondo a cambiar las sábanas. "Si llego a tener 100 libras", decía Adi Enberg siempre que lo contaba, "en ese mismo momento me vuelvo a Londres" (véase Cristina Badosa: Josep J"la, biografía del solitari, Edicions 62).
La llegada a Madrid del provinciano es un frecuentado y fecundo lugar común de la literatura española: Madrid no es un lugar donde se nace, sino adonde se llega, como al Far West, en busca de fortuna, y desde Benito Pérez Galdós hasta Josep María de Sagarra, desde Pío Baroja hasta Luis Landero, Francisco Umbral, Martínez Sarrión o Jesús Pardo, son muchas las páginas dedicadas a las aventuras y desventuras del recién llegado: la oficina siniestra, la pensión sórdida (menos Pardo, que acababa de cobrar una herencia y se instaló en el hotel Ritz hasta que se la cepilló entera), los sueños de gloria, el frío, la miseria, la primera aparición en tal o cual tertulia, la fugaz visión de este o aquel escritor mítico, el inevitable Gijón, el Ateneo... Pero la mirada de los catalanes tiene un color particular: está teñida de incomprensión y sorna.
Sagarra bautizó a Madrid como ciudad "tibetana", Pla lo definió como "un pueblo manchego pegado a una ciudad residencial" y Barral lo llamaba siempre "capital de La Mancha". Les sorprendía la artificialidad de la ciudad, su falta de raíces, el desierto en tomo, la falta de continuidad entre ciudad y campo; les repugnaban los toros, la oratoria, los señoritos.
Pla fue especialmente virulento: "El teatro que hoy se hace en Madrid", escribía en 1932, "es, al menos, tan malo como la literatura que hacen los jóvenes. En general, la vida intelectual de esta ciudad no tiene el más mínimo interés: es una cosa vacua e hiperbólica, pasada de moda, como lo es la mayor parte de la cultura profesional europea: un enorme fracaso".
"Las casas no tienen rúnguna intimidad; son frías, simples cromos, generalmente de mal gusto, que le rodean a uno para existir". Y lo peor de todo: "Es una ciudad donde se come pésimamente". Sólo se salvan el lechal y el cochinillo, y relativamente: son carnes "demasiado tiernas, sin matices, carnes de infanticidio" (Madrid. El advenimiento de la República, editorial Alianza).Pero Madrid siempre ha tenido un gancho: los madrileños. Tertulias, charlas, juergas, eran lo que Barral o Gil de Biedma recordarían luego con más cariño. La gran cosecha que deja Madrid son los amigos. Hasta Pla, un hombre tan secreto, tan individualista y huraño, tan poco dado a confraternizar, tenía que reconocerlo: "Queda una cosa que puede hacer agradable una ciudad: los pequeños núcleos de sociedad, divertidos, picantes, dialécticos, anticonvencionales.
De entrada, Madrid parece una ciudad muy cerrada e inasequible. Ahora bien, si uno dispone de cierta simpatía, de un punto de candor picante, no es tan cerrada como parece. En cambio, Barcelona, que de entrada parece tan abierta, es mucho más difícil de penetrar".
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