De derechas de toda la vida
No hace todavía un año que gobiernan, pero lo han celebrado como si se tratara de un milenio; banderas, mítines, telediarios, autocomplacencia. En el primer feliz cumpleaños, el Partido Popular ha encontrado por fin su sitio y su rostro. No ha sido fácil, pues su programa electoral sufrió en aquella noche hoy gloriosa las sacudidas de un triunfo insuficiente: era un programa para gobernar con mayoría absoluta. Venían a recomponer el Estado rescatando los trozos que los socialistas habían vendido en un turbio mercado a los nacionalistas; venían a regenerar el Gobierno, que los socialistas habían hundido en un magma de escándalos y corrupciones; venían a devolver el tono vital a una sociedad sumida en el desconcierto, como si sufriera la resaca de una noche de bronca y jarana. Venían, sobre todo, a demostrar que no eran los herederos de la derecha de siempre; que habían roto con una historia en la que no se reconocían. Eran nuevos, sin amarras con el pasado. Encendidos por tal descubrimiento, se arrancaron la etiqueta de derechas, connotada de oprobiosa vetustez. De pronto, nos quedamos huérfanos de derecha en España: nadie quería serlo, mucho menos aparentarlo. Eran de centro y se adornaron de una simbología aureolada con los colores de la juventud, de las mañanas que cantan. Una vez más, ser joven se cotizó al alza en el mercado de valores políticos: eran una generación nueva. Juventud y centro llenaron la letra de sus promesas, la música de sus arengas. Esa era la nueva España: juvenil y centrista, dispuesta a emprender la segunda transición frente a la anquilosis de la izquierda, refugio y compendio de la vieja España.Los problemas comenzaron la misma noche del triunfo: los electores se habían mostrado rácanos al confiarles sus votos. Y en sólo unas horas envejecieron tanto como los socialistas en 14 años. La cuestión básica dejó de ser la recuperación del Estado, la regeneración del Gobierno, la revitalización de la sociedad. A partir de esa noche, y después de unos meses de titubeos, su más claro propósito consistió en destruir lo que consideraron factores determinantes de su ajustadísima victoria: a la oposición, en primer lugar, y a quienes no han mostrado complacencia alguna hacia ellos, en segundo. Inseguros de su propio valer, vengativos contra la opinión pública que les escatima su apoyo, frustrados en sus expectativas de alzarse con todo el poder e iniciar sobre bases seguras un reinado tan extendido en el tiempo como el socialista, el PP se ha lanzado por el camino de las guerras estériles, que sus socios, con afortunada expresión, le reprochan.
De ahí que, a la par que envejecieron, adoptaron ese aire de la derecha eterna, intervencionista, reglamentista, represiva, autoritaria, que han logrado imprimir a sus más recientes actuaciones. El capital juvenocentrista con que habían subido a la tarima se ha consumido y no queda más que el resabio veteroderechista propio del funcionario rencoroso de que hace gala el presidente del Gobierno, cuando tiene a bien responder alguna pregunta parlamentaria. En lugar de mirar hacia adelante pretenden condenarnos a dirigir permanentemente nuestra mirada hacia atrás. No parecen tener otro propósito que apabullar a los socialistas con el sublime argumento de que lo hicieron mucho peor de lo que ellos lo están haciendo ahora. Nosotros somos impresentables, vienen a decir, pero ¡anda que ustedes!
Si éste va a ser el juego político de la presente legislatura, una vez que los populares han descubierto el tono de derechas de toda la vida que más conviene a su estrategia y los socialistas siguen aporreando el diapasón por ver si encuentran el suyo, casi podría descontarse el resultado final: un insuperable hastío y una caída libre de la política y de los partidos en la valoración del público. No es que el público les tenga ahora en muy alta estima, pero todavía los puede tener en peor. Méritos no les faltan para conseguirlo.
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