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Un mes de marzo guapo

"Siempre hay un abrigo para cada mujer", dijo en su momento Norma Duval. Meditemos sobre el asunto. Hecho. Y ahora, aprovechemos el lance, modificaré un poco la frase para decir que "siempre hay un mes para cada ciudad". Mi versión tiene menos octanos, lo reconozco, y menos sílabas, pero en cambio es plausible, lo que no puede decirse de la original.París, por ejemplo, es una ciudad que se lleva muy bien con agosto. Londres con mayo, Nueva York con diciembre, Roma con junio, y Madrid, por supuesto, con marzo. Esta teoría no la contemplan los libros, ni siquiera los poetas urbanos, pero basta salir a cualquier terraza para en tender que es cierta. En apariencia, marzo no es un mes significativo; aunque sólo en apariencia, ya que él solito lleva las riendas del año: apenas si ha salido de las grutas y ya está disponiendo con mimo la primavera. Y lo hace calladamente, a somorgujo, sin anunciarse en Internet, un detalle muy fino en estos tiempos de software y silicio. No obstante, para comprender a fondo la grandeza de marzo, antes es preciso retroceder unos días y recordar que Madrid y febrero se disgustan mutuamente. Habrá quien lo ponga en duda, quien lo niegue, habrá quien cierre el periódico en señal de protesta. Sea; y, sin embargo, tengo razón, porque Madrid, en febrero, pierde su identidad y se convierte en una ciudad antipática y gris. Por fuera y por dentro. Llena de complejos, perezosa, tan extraña que resulta difícil mirarle a la cara sin sufrir un escalofrío.

Nunca sonríe. Sus ojos se vuelven pequeños, su pelo ceniza, su talle un palo reseco. De repente, no parece la misma. Todo en ella es descuido, pereza, desidia, envenenamiento, y yo, estirando el dedo índice, acuso a febrero: el, mes de la gelatina, el carcelero, el quinto jinete del Apocalipsis. Y conste que si no se lo he dicho directamente a la cara ha sido por precaución. Soy supersticioso en lo que toca a los meses, y no sólo les supongo vida propia, sino también poderes alquímicos. Veremos, pues , cómo recibe febrero las críticas y si el año que viene, Dios mediante, toma o no represalias contra mí.

Rencillas personales al margen, no debe ser fácil sobreponerse a un vecino tan ingrato. Y marzo lo hace. Nadie sabe cómo ocurre, pero una mañana desaparee la neblina y en los ailantos surge el primer brote. Las chimeneas se estiran. El aire huele a fresa. Uno recuerda el mar. Este hechizo, al principio, dura poco, veinte minutos como máximo; pero ya se irá haciendo más largo. Una, dos, cuatro, cinco horas, así hasta perderse en el verano, allá por el mes de junio.

Es una cuestión de luces y sombras, del mismo color invisible del aire, que impregna todas las cosas. En marzo, incluso, alto tan repugnante y asqueroso como es el optimismo hasta se puede disculpar. Pero cuidado por las mañanas, a la hora de subirse la cremallera del pantalón, ya que un exceso de ímpetu puede resultar fatal para el usuario. Y sé lo que hablo.En lo que Madrid respecta, por tanto, y salvando a quiénes reniegan de la primavera, marzo significa el alumbramiento. Se despierta el paseo del Prado, Rosales, las Vistillas y el Jardín Botánico; y con ellos, siguiendo una consigna vegetal, el resto de la arboleda. Sin embargo, la lucha no ha terminado. Todavía ha de caer sobre la ciudad alguna sombra de febrero. Nos pellizcará otra vez la bruma, sentiremos frío, asomarán días tristes, pero terminarán por rendirse ante el orden celeste. Y es que febrero -se me había olvidado mencionarlo- no sabe perder.

Ignoro en este momento cuándo despiertan los osos (porque mi asesor en asuntos de naturaleza, F. V. G., no siempre cumple sus compromisos), pero yo les aconsejaría que se fueran desperezando. Pronto, muy pronto aparecerá en persona una luz, una figura, un resplandor sin vestimenta. Es la primavera: todavía en ciernes, sin terminar, pero más sana que un melocotón. Por recurrir a un símil.

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