¿Quién da la vez?
Así que vas por el centro de Madrid, por la Gran Vía, y es igual que si atravesaras una calle falsa, un decorado, pues muchos de esos edificios están por dentro más deshabitados que una calavera. Daba frío, el último lunes, leer aquí mismo el reportaje de Rafael Fraguas sobre estos gigantes arquitectónicos por cuyo interior circula la intemperie como una forma de pensamiento inversa. No hay nadie al otro lado de esas puertas, detrás de esas ventanas. Los pasillos han devenido en túneles; las habitaciones, en cámaras. Un silencio verdoso, de moho, ha cubierto de encajes el alicatado roto de los baños, el borde de los bidés heridos. Contemplando las cariátides de piedra, las cornisas melladas, los balcones desdentados que adornan es as construcciones por fuera, parece mentira que detrás de tanta retórica no haya más que aire, aire, aire.En eso coinciden con el instituto posmoderno. Ahora, por ejemplo, hay multitud de acuerdos con nada dentro. Vean, sino, los contratos de trabajo firmados en Madrid durante 1996 que duraron una media de un mes. Producen, como los edificios de la Gran Vía, una ilusión de vida, pero en su interior se acumula la precariedad, se establece el vacío, se reproduce la nada. Lo mismo que en los bajos de la plaza de Oriente donde la materia gris, el pensamiento histórico, ha sido sustituido por un túnel. La plaza, por fuera, va a quedar muy monárquica, preciosa, al menos desde los cánones marengos del alcalde, pero será una plaza disecada, con serrín en su vientre en vez de vísceras. El pensamiento es un incordio: empiezas a meter cosas en él y al final tienes que irte tú. Hay que promocionar las virtudes higiénicas del vacío.
Aunque, la verdad, no sabemos si la población está dispuesta a alimentarse todo el tiempo de retórica. De hecho, esta semana también pidió vacunas, por ejemplo, y más cuanto menos las aconsejaban las autoridades. Por eso re gresamos también a las colas de la posguerra, tras las que no había otra cosa que escasez, miedo, escombros. Cada vez que las autoridades desautorizaban la vacunación, la cola se multiplicaba por dos. -Que dice el ministro que no hay que vacunarse. -Por eso, razón de más - decían unos. -Yo no quiero fútbol gratis -gritaba otro-, sino vacunas contra la meningitis, aunque sea pagando.
Si el martes te acercabas a O'Donnell, tenías la impresión de que aquello era el fin del mundo, aunque el Papa anunciaba que Dios jamás destruiría su creación.
-¿Y eso es una amenaza o un consuelo? -preguntaba un inmigrante en la cola de la calle de Pradillo desde la que el follón de O'Donnell parecía un lujo.
-El mundo se terminó hace un rato -respondía un parado que se ganaba la vida guardando la vez- Esto que oímos son los estertores.
-Es cierto -añadía un peruano- La víctima del crimen del rol continuaba haciendo ruidos al cuarto de hora de haber sido degollada. El último cuarto de hora del mundo puede durar un Dar de milenios todavía. Dios acuchilla sin agobios.
Junto a los estertores florecen en la Comunidad los catedráticos racistas. Tal vez no sea una epidemia, pero a uno le basta con que se trate de un brote. Pasa lo mismo con la meningitis, que cuando te toca, incluso aunque no haya epidemia, es el fin del mundo: de este mundo que cada vez se parece más a la Gran Vía, porque no tiene nada detrás de la cariátide que llora lágrimas de pedernal.
Es cierto que "el mundialmente famoso profesor José María Herrou Aragón" continúa ofreciéndose gratis en estas páginas para resolver nuestros problemas mentalmente, eso dice, pero cuando no comunica tiene puesto el contestador, igual que Dios. Hay colas para verle, me cuentan mis contactos esotéricos. Colas, en fin, por todas partes. Esto parece el fin del mundo, la posguerra. Sólo falta un mercado negro de penicilina en los bajos de Chicote. La culpa la tienen las autoridades, que llaman diarrea estival al cólera y bichito que se mata cuando cae al suelo al agente de la colza. Es normal, pues, que la gente se aterre cuando niegan la existencia de la meningitis. O sea, que quién da la vez.
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