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Mentira y maldad

"El deterioro de la verdad tiene miles de aspectos y un campo indefinido. Los pitagóricos afirman que el bien es cierto y finito; el mal, infinito e incierto".Montaigne. Ensayos.

La verdad, entendida como universal y aplicable al espacio humano, a las consideraciones morales y políticas, es, siempre fuente de tiranía, antesala del crimen. Creer que se detenta la verdad histórica implica desde su origen pretender imponerla. Sin embargo, la democracia, que se reclama de la libre opinión, no niega la verdad, la verdad de hecho, más modesta. Mas no por eso la vida política democrática está exenta de riesgos frecuentemente, y por desgracia, pareciera que es connatural al ámbito político negar toda clase de verdades. Abunda la sensación de que en la política reina el relativismo más absoluto. Ha llegado a ser evidente que los hechos (las verdades de hecho) casi nunca están seguros en manos del poder. Pese a ello, en el terreno de la sociedad civil, también en el Estado, existen profesiones, grupos, dedicados al establecimiento de verdades parciales, fácticas. Los científicos, los artistas, los historiadores, los estadísticos, los jueces... los periodistas, dedican su trabajo precisamente a ello.

Las cosas serían fáciles de entender si la mentira, como la verdad, tuviese una sola cara, pero, por desgracia, la mentira, pariente de la fantasía, puede resultar más verosímil, y siempre es más morbosa, que la verdad. La mentira es un homicida simpático, atractivo. Porque, lo diré de una vez, de la mano de Arendt y de Camus, la mentira organizada está preñada de violencia, quiere destruir lo que ha decidido negar, aunque, por suerte, la verdad puede ser destruida, pero no existe poder que consiga sustituirla.

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Las instituciones en las cuales trabajan quienes buscan y producen verdades de hecho son, por muchas razones, imprescindibles para la democracia, pero cuando se apartan de esa búsqueda pierden su razón de ser, se vuelven ineficientes. Por eso las carreras, los estatus de esos profesionales, no deben depender de las opiniones populares, no han de estar sujetas a las decisiones políticas. Sin estadísticos que trabajen buscando la verdad, sin magistrados que instruyan y juzguen según la verdad, sin periodistas que investiguen y expresen la verdad, al poder político le será fácil arrogarse lo que no le pertenece, y cuando la arrogancia del poder asciende, la democracia declina. Si la mentira, construida a instancia de parte, consigue instalarse en esas instituciones, las vuelve inútiles, las descalabra, hasta convertirlas en instrumentos mortales de lucha política.

Que un Gobierno, cualquiera que sea su signo ideológico se defienda de los ataques y las críticas no sólo es humanamente normal, también lo es políticamente, pero los límites de esa defensa están marcados por el uso del poder que democráticamente detenta, y el uso de ese poder exige el respeto a la independencia de las instituciones citadas. Por ejemplo: la judicatura y la prensa. En todo caso, el uso del poder político para amenazar, atacar o destruir al adversario, al discrepante, constituye un abuso que preludia lo peor, y si ese ataque se realiza utilizando instituciones como las citadas, pretendiendo convertirlas en obsecuentes instrumentos del poder, se están socavando bases imprescindibles de la convivencia y provocando una crisis de salida oscura y temible.

El primer efecto de tales perversiones no es la destrucción del adversario, convertido en enemigo por decisión de parte, sino la dicotomización del conjunto de las instituciones que se pretenden usar para atacar al adversario. Una dicotomización, una fisura, que tiende a aumentar con el tiempo y que corre el riesgo de trasladarse a todo el cuerpo social.

Hasta ahora se había constatado que, ante una crisis, y algunas se han vivido en los últimos años, la sociedad tiende a dividirse en dos campos cada vez más antagónicos. Es difícil escapar a una dinámica de este tipo. Jueces, periodistas y hasta médicos e historiadores toman partido en la vorágine, en la lucha, primero larvada y verbal, luego violenta. Mas en el caso español pareciera que el PP, instalado, ¡por fin!, en el Gobierno, ha tomado la decisión de iniciar una crisis virtual.

Me explico: en una sociedad como la española, que lo último que desea es el enfrentamiento, que en buena parte votó al PP por ver si concluía la tensión preexistente, el Gobierno, con sus maneras, sus descaradas agresiones, persigue, usando de los elementos que le son parciales en la prensa y la judicatura, reproducir la confrontación en los mismos términos y con iguales actores con los que se produjo antes de acceder al Gobierno. El razonamiento seguido por el PP es, según todos los indicios, tan simplón como procaz: "Puesto que con crispación llegamos al Gobierno, continuemos con ella y permaneceremos en él". En general, suele pensarse que utilizar la misma estrategia, cuando las condiciones han cambiado, trae malas consecuencias. Esperemos que el caso presente no sea una excepción. Pero eso es lo de menos: lo grave, lo peligroso, tiene su sede, ya lo dije, en que ese enfrentamiento virtual, al destruir el objetivo verdadero de las instituciones que el Gobierno utiliza como arma, al desplazar a la verdad, a los hechos, del horizonte que las orienta, acabe Por destruirlas, y tal enfrentamiento termine por ser no sólo virtual, sino social.

Cuando los revolucionarios franceses pusieron en su Declaración de derechos del hombre y el ciudadano la división de poderes sabían bien lo que querían evitar: la tiranía. Cuando decretaron la libertad de prensa sabían lo que querian conseguir: que la palabra libre tuviera un espacio público para su expresión. Hoy, doscientos años después, la división, la independencia, de poderes ha de incluir no sólo a los poderes del Estado, también a los más, notables poderes sociales. Un Gobierno que consiga mandar sobre, por ejemplo, toda la prensa, sobre los más relevantes creadores de opinión, no sólo es un Gobierno temible, es un Gobierno democráticamente insoportable. Porque hoy, por mor de los sistemas modernos de comunicación, no es necesario prohibir al adversario político expresarse, basta con quitarle el micrófono.

He de confesar que la sim-

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plificación, la superficialidad que con tanta frecuencia está instalada en la vida política, me apena y, a la vez, me atemoriza. Me apena por la degradación que en sí misma produce y me causa temor porque la superficialidad es la primera característica de la maldad. El mal, en efecto, no posee profundidad alguna, pero tiende a crecer, como los hongos, tan superficial como extensamente. Y bastante hay de ello en las decisiones sectarias en las que se ha instalado el Gobierno de la mano de la simplificación. Una superficialidad connatural en quienes todo lo fían a la venta de periódicos (a lo que parece, algunos sólo son capaces de hacerse oír mediante el ruido del escándalo) y a los termómetros de las coyunturales encuestas que, como el espejo de la madrastra de Blancanieves, se niegan a decirle al líder, sacándolo de quicio que es el más guapo y querido de todos cuantos participan en la fiesta. Pero hay más, pues, si bien se mira, la maldad consiste en hacer daño a otros, sin obtener, a cambio, beneficio alguno. Y, ¿qué otra cosa puede decirse de la conocida denuncia acerca de los fantasmagóricos 200.000 millones, supuestamente incobrables, o de los "pases negros" del fiscal general del Estado? Quedarse tuerto a cambio de arrancarle los ojos al adversario no sólo es ejemplo de un pérfido juego de suma negativa, es, también, expresión de la maldad y de la estupidez que se produce entre los hombres. Lo cual, al menos, me permite concluir con alguna esperanza: la maldad es, sobre todo, la expresión más alta de la estulticia humana.

Joaquín Leguina es estadístico y diputado socialista.

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