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Reportaje:PLAZA MENOR: GALAPAGAR

Brisas de antaño

Entre la iglesia y el Ayuntamiento, pilares de la sociedad, se alza con moderación el monumento erigido a la memoria de don Jacinto Benavente, que pasó los últimos años de su vida en El Torreón, su finca de Galapagar, y está enterrado en el cementerio local. Sobre un somero pedestal de libros, el busto del comediógrafo, rodeado de un mínimo parterre de plantas aromáticas, parece confortablemente instalado. Es un monumento discreto y burgués como corresponde al autor de Los intereses creados, en el que no faltan dos perritos de bronce, más de compañía que de guardia.La plaza mayor de Galapagar se llama Imperial, que es un nombre engañoso porque sólo la maciza iglesia del siglo XVI conserva ciertas ínfulas de grandeza. Es un espacio descabalado y fortuito, ingrato ejemplo del deterioro sufrido por el casco urbano donde la construcción moderna y asilvestrada ha ido borrando los vestigios históricos. Los estrechos callejones del trazado medieval están flanqueados por edificios de pisos entre los que asoman como fantasmas algunas casas serranas de sólido granito y castiza estampa. En la plaza mayor está en venta una de estas escasas edificaciones supervivientes.

Alfonso X el Sabio, al que invocan falsamente algunas crónicas como fundador del pueblo, delimitó las caóticas fronteras de esta zona de la sierra en continuo pleito entre madrileños y segovianos. Galapagar fue un territorio fronterizo con una ajetreada historia que empieza a tener relevancia cuando Felipe II decide construir su necrópolis en El Escorial y echa mano de los recursos humanos y económicos de muchos pueblos de la zona.Un alcalde de Galapagar adivina lo que se les viene encima y acata, pero disiente: "Asentad que tengo 90 años, he sido veinte veces alcalde y otras tantas regidor, y que el rey hará ahí un nido de orugas que se coma toda esta tierra; pero antepongo el servicio de Dios". El servicio de Dios y de sus representantes en la Tierra siempre les sale muy caro a los vecinos de Galapagar. El nonagenario alcalde ya sabe, por ejemplo, de las rapacidades de los monjes del monasterio del Paular, que tienen bula real para llevar por donde gusten sus rebaños. Hasta 50.000 ovejas llegarán a desparramar por aquellas tierras los frailes de El Escorial, cuenta Arturo Mohíno, historiador de la comarca y desfacedor de los entuertos que cronistas demasiado orgullosos de su patria chica han ido acumulando en los anales, adjudicándose la propiedad de pueblos vecinos y otorgándose falsos blasones y privilegios.

Un ejemplo, de libro, es un folleto editado por el Ayuntamiento que presidía hace más de treinta años el alcalde don Lorenzo López Cuesta, "hombre de fina perspicacia e inteligencia", según el anónimo amanuense municipal al que le cupo la encomiable tarea de loar los encantos de su tierra y las virtudes de su primer edil. Cuando el primer teniente de alcalde contemporáneo entrega el folleto a este cronista tiene la perspicacia de advertirle que no saque de su contexto histórico las frases vertidas en tan amena como disparatada obra, que llega a presentar a una de las colonias de veraneo que se están construyendo por entonces en la zona como "Orgullo de Galapagar, de España y del mundo entero".

Entre anécdotas, retóricas y proclamas patrióticas, el redactor del opúsculo tiene espacio para hacer literatura y se deshace en florilegios, por ejemplo sobre el clima de sus tardes veraniegas con su "dulce, suave y tranquilizadora brisa", "unas tardes y unas noches perfumadas del aromatizado tomillo, espliego y yerbabuena y del oloroso alcanfor, que conjuntado con la suave brisa terral hace que la respiración humana sea tan pura... ". Algo de cierto ha de haber en tan encendida oda, pues el clima y los paisajes de Galapagar han refrescado los sofocos de los ajetreados madrileños capitalinos que construyeron aquí sus colonias estivales, de las grandes fincas y los coquetos hoteles de los primeros tiempos hasta las ristras de adosados que hoy amurallan y cercan a la vieja villa serrana.

Galapagar, lugar de galápagos, como los que corretean dorados sobre un verde tapiz en el escudo de la villa. Aunque el origen del nombre parece rotundamente claro, estudioso hubo que no lo vio así y negando tan exótica curiosidad zoológica, vino a explicar que Galapagar es gala a pagar, denominación que surgió por ser buenos pagadores los vecinos del término, que teman a gala pagar sus deudas. Éstas y otras informaciones, datos y curiosidades se las cuentan a este cronista Agustín Alonso y Lorenzo García, primer teniente de alcalde y concejal de obras y servicios, respectivamente, en las dependencias de un Ayuntamiento en el que el PP gobierna en conflictiva minoría amenazado por la posible, pero difícil, coalición de sus rivales del PSOE e IU.

Galapagar tiene 16.500 habitantes que se multiplican hasta 50.000 en los veranos "perfumados de brisa terral". De la estación de La Navata-Galapagar hasta el centro urbano se diseminan chalés y chalecillos en indiscriminada profusión y promiscuidad. En los últimos años han sido muchos los veraneantes que para hacer economías residen ya durante todo el año. En Galapagar residieron, nos informa la guía de don Lorenzo, dramaturgos como Benavente, científicos como Leonardo Torres Quevedo y políticos como José Calvo Sotelo. Por Galapagar solía dejarse caer invitado en las fincas de sus amigos Alfonso XIII.

De Galapagar desaparecieron ya. la agricultura y la ganadería y sus habitantes viven fundamentalmente, de la construcción y los servicios. En Galapagar nacieron y criaron los toros de Victorino y la afición taurina se mantiene incólume en todas sus fiestas. Cerca de Galapagar reposa por los siglos un fantástico proyecto hidrológico de la época de Carlos III que pretendía dotar a Madrid de puerto de mar a través de presas y canales navegables, no muy lejos quedan restos de una vía romana, "la calzada de la curva del toril". En Galapagar hay un rústico y secular pilón donde los quintos bautizaban a los forasteros que se echaban novia en el pueblo y no "pagaban la costumbre", costumbre de invitar a los mozos generosamente a comida y bebida como tributo por arrebatarles una de sus bellezas locales.

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