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Tranquilízalos, Jordi

Manuel Azaña quien, con razón o sin ella, es considerado por muchos como la referencia obligada y ejemplar tratándose de políticos demócratas españoles, escribió en su diario durante 1933 unas reflexiones acerca de su adversario principal en el campo republicano, Alejandro Lerroux. Es sabido que no se entendieron y que no fue una sola la razón que estableció un abismo de incomprensión entre ambos. Uno de los motivos que justificaba su nulo entusiasmo por Lerroux fue que le consideró como un hombre que, a pesar de pretender en repetidas ocasiones guiñar los ojos y hacer todo tipo de muecas de complicidad a la derecha, en realidad, carecía de autoridad. La República, sin embargo, necesitaba políticos con la autoridad "que nace de una conducta desinteresada y limpia y el afán de servir". Pero éste no era el caso de Lerroux, de quien pensaba Azaña que era "débil y, como todos los débiles, arbitrario y tornadizo". Un día, por tan sólo dar la impresión de fuerza, sería capaz de hacer una "barrabasada" de la que saldría perjudicado todo el mundo, incluido el propio régimen de entonces.Palabras como ésas no se refieren tan sólo a un momento de la historia española y adquieren una resonancia actual. Es tradición de la política española que, de vez en cuando, se produzcan momentos de crispación. La novedad es que nunca ha sido tan gratuita como en el momento presente y tampoco tan autodestructiva. Resulta francamente probable que obedezca a un registro psicológico como el descrito por Azaña para su adversario político. Si es así, conviene que quien o quienes han provocado esa situación tengan muy en cuenta las enseñanzas que nacen de la simple observación empírica. Cuando alguien quiere dar un puñetazo encima de la mesa debe evitar hacerlo encima de un cenicero, no sea que se corte la mano. La "barrabasada", que diría Azaña, se volvería, entonces, en su contra.

Esta reciente ofensiva de crispación nos hiere a quienes nos sentimos electores de centro y que, nunca por completo convencidos y con frecuencia muy decepcionados, hemos visto con interés la voluntad del Gobierno actual de identificarse con esa opción. En los últimos días tenemos motivos de sobra para el desánimo. Merece la pena parafrasear lo que decía aquel filósofo político tradicionalista hace siglo y medio. Recomendaba no hacer la revolución al contrario, sino todo lo contrario a una revolución, y ahora cabe preguntarse si no resultará que quienes ahora gobiernan no estarán haciendo lo que hace pocos meses achacaban a su adversario, sólo que en otra dirección por completo distinta. Lo que de ellos esperábamos era que actuaran de modo por completo diferente, pero la tentación de la mímesis parece demasiado fuerte.

Verdad es que les rodea una animada afición que lleva meses jaleando y amenazando a un tiempo para obtener el resultado apetecible a sus deseos (que también son sus intereses). Pero ¿cómo iba a ser de otra manera? Resulta lógico y previsible que el señor Capmany dedique una página de su revista a extasiarse por la libertad de expresión. No va a recordar sus escritos en Arriba y sus versos contra la abuela del Rey. Pero hay otra gente que piensa que la validez de su argumentación se mide en decibelios de indignación contra sus adversarios. No hay que hacerles mucho caso y menos aún cuando se pretende administrar el bien común. Todos éstos que han estado precediendo con su artillería escrita posteriores decisiones del Gobierno tienen un rasgo que les convierte en deletéreos. Son, aparte de irrealistas y atrabilarios, insaciables, de modo que, al hacerles caso, sólo se excita su concupiscencia y se asegura que acabarán reivindicando más. Pero no aterrizarán luego con sus propios dientes, sino que verán con displicencia que lo haya hecho aquel a quien convencieron antes.

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Uno podría sentirse muy incómodo por defender un proyecto empresarial de la empresa para la que trabaja. No tengo, sin embargo, la menor intención de hacerlo porque eso presumiría pensar que existe algún motivo para ello. En realidad, mi incomodidad nace de un posible componente conservador y liberal a un tiempo de mi forma de ver las cosas. Como conservador, me resulta inconcebible que el orden jurídico pueda cambiarse a la buena de Dios sobre la marcha y dependiendo de intereses de grupo o de persona en un momento determinado. Como liberal, me parece que hay que empezar por respetar la realidad y no pretender imponerse sobre ella. Es casi una mala broma pretender por decisiones gubernamentales embutir al panorama de los medios de comunicación de un país en un corsé por el mero hecho de que le gustaría a uno que existiera. Se dibuja con estos modos un talante que asombra principalmente por lo súbito de la aparición y por lo que tiene de generalizado también en otros campos.

El programa del PP sobre la televisión pública estaba bien. Lo que ha hecho hasta ahora en este campo es lo contrario. Ni la directora saliente era una profesional del medio ni ha querido (o le han dejado) solucionar los problemas económicos. Su herencia no es buena: ha trufado la programación de adictos con el inconveniente añadido de la afición al onanismo, porque ni siquiera se ha tenido la precaución de contrapesarlos mínimamente. Habrá que desear éxito al nuevo responsable, pero con considerables gotas de escepticismo. El fiscal general del Estado ha tenido el dudoso mérito de provocar la resurrección de Eligio Hernández, caso peculiar de incompatibilidad manifiesta, que fue aupado, a sabiendas de ella, con notable impudor y que ahora se refocila impartiendo doctrina. Con esos antecedentes, un mínimo sentido de la realidad debería prevenir al señor Ortiz Úrculo contra la mera posibilidad de poder ser acusado de haber convertido su cargo en fiscal particular del Gobierno. Súmese a eso la desafortunada acusación de amnistía fiscal para acabar de entenebrecer el panorama. Habíamos visto ya en la anterior etapa de Gobierno cosas parecidas, pero asombra la capacidad para conseguir una reproducción clónica. Como quiera que sea, detrás de todo eso no hay fascismo, palabra demasiado gruesa, sino debilidad y consejos necios de personas ajenas al sentido común. Y también voluntad autodestructiva. En algo han conseguido parecerse algunos del PP a la UCD final, en la atracción por el suicidio.

A menos que les salve el bombero mayor del reino. Da la sensación de que la primera y fundamental transferencia de sensatez política en nuestro país se produjo en dirección hacia el Noreste. Es pésimo que con frecuencia tan sólo los catalanistas, en esta legislatura y en las dos anteriores, introduzcan un sentido de moderación, sensatez y descrispación. Sobre sus espaldas, si ahora intervienen, recaerán acusaciones incendiarias, idénticas a las que padecieron en el pasado. Pero, como sigan así las cosas, no les quedará otro remedio. En realidad es bien posible que la intervención se produzca para salvar a ciertos sectores gubernamentales de quien es, sin duda, su peor enemigo, es decir, ellos mismos.

Ya que se ha empezado con una cita histórica quizá convenga concluir con otra. Cambó, una de las estrellas políticas del firmamento de la derecha española, medita en sus memorias acerca de que los políticos que sigan la senda de las grandes audacias declarativas al final ofrecen un balance de realizaciones más bien escaso. El Gobierno, en vanos terrenos, ha optado -esperemos que sólo temporalmente- por la "barrabasada", pero eso, aparte de bordear el suicidio y resultar dañoso para todos, le hace también dedicar gran parte de sus esfuerzos a cuestiones que no debieran figurar entre sus prioridades. De cualquier modo, el tiempo que emplee en ello no le será evaluado positivamente cuando concluya su etapa. Ojalá Jordi Pujol les haga rectificar a tiempo.

Javier Tusell es historiador.

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