El primer problema
TODOS LOS elementos del drama vasco -el principal problema de la democracia española- se manifestaron en la jornada de ayer. ETA asesinaba en Madrid y en Granada el mismo día en que se producía la muerte, aparentemente por suicidio, de un dirigente de HB y tres días después de que un preso de ETA pusiera fin a su vida en la cárcel de Alcalá, provocando nuevos episodios de vandalismo callejero en el País Vasco. Frente a esa presencia inapelable de la muerte y la magnitud del desafío terrorista a la convivencia democrática resultan casi surrealistas algunas de las artificiosas querellas que han crispado la vida nacional en las últimas semanas. Los partidos políticos están moralmente obligados a reordenar sus prioridades para poner en primer plano su unidad en la defensa de las instituciones y las reglas del juego democrático frente a quienes pretenden liquidar unas y otras.En esta siniestra jornada que recuerda algunas vividas en los peores años de la década pasada, ETA asesinó en Madrid a un magistrado del Supremo y en Granada a un peluquero de una base militar. El dramatismo del día se vio agravado por la muerte, aparentemente por suicidio, de un dirigente de Herri Batasuna que ayer mismo tenía que haber comparecido ante el Tribunal Supremo. Todo ello ocurría en medio de una nueva exhibición de vandalismo en las calles del País Vasco promovida por los violentos en la estela de otro suicidio ocurrido el viernes, esta vez de un preso etarra en la cárcel de Alcalá. Todos los elementos del drama vasco, que es desde hace años el principal problema de la democracia española, se daban cita el día en que José María Aznar recibía al lehendakari Ardanza.
De los dos atentados, uno era personalizado: sabían a quién iban a matar; al menos, su nombre y dirección. El otro fue indiscriminado: desconocían el número de víctimas, sus nombres y oficios. Pero ambos tenían el mismo objetivo: extender el temor; hacer que todos los ciudadanos se sepan en peligro: por pertenecer a la carrera judicial, a cuyos miembros amenazaron expresamente hace unos días dos heraldos de los pistoleros; o simplemente por existir, por pasar por allí, por viajar en una furgoneta. Lo que persigue ETA es que la generalización del miedo a ser la siguiente víctima haga a los ciudadanos, los cualificados y los anónimos, exigir a las autoridades una solución. Es decir, la rendición en los términos exigidos Por los terroristas: que el Gobierno haga algo, que negocie con ellos, que arregle esto.
ETA ha alcanzado ya su objetivo de conseguir el odio de la mayoría de los españoles (incluyendo los vascos). Pero el aumento del rechazo hacia ETA y HB es compatible con un crecimiento proporcional del miedo hacia lo que esas siglas representan. Un sondeo realizado en el País Vasco reveló el año pasado que crecían simultáneamente el rechazo a ETA y el apoyo a la negociación con los terroristas. En su libro reciente sobre los narcos colombianos, Gabriel García Márquez recuerda que, a comienzos de los noventa, "con las primeras bombas la opinión pública pedía la cárcel para los narcoterroristas; con las siguientes pedía la extradición [a Estados Unidos], pero a partir de la cuarta bomba empezaba a pedir que los indultaran".
Es suicida ignorar que ése es el objetivo de las diversas formas de intimidación practicadas por ETA y su frente político. Por supuesto que ETA tiene objetivos políticos: aspira al poder y, como sabe que no lo va a alcanzar mediante el convencimiento de los ciudadanos, recurre a su intimidación. Por ello, afirmar que detrás de ETA existe una motivación política es cierto, pero banal: para que de ello se dedujera la necesidad de una negociación habría que demostrar que esos motivos justifican asesinatos como los de ayer, secuestros como los de Ortega Lara y Delclaux, bombas incendiarias como la que estuvo a punto de quemar viva a una empleada del juzgado de Rentería. Y que los ciudadanos vascos comparten la idea de que su situación es tan desesperada que no les queda otra salida que matar o morir.
A estas alturas no es posible ignorar que, precisamente porque invoca pretextos políticos, ETA sólo dejará de matar cuando se convenza de que seguir haciéndolo no le es rentable: que no le sirve para acercar esos objetivos que alega. Ese convencimiento requiere que los partidos democráticos ratifiquen el principio, esencial en el Pacto de Ajuria Enea, de que no aceptarán ningún cambio político que sea el resultado de la violencia, coincida o no con su propio programa partidista.
Es de esperar que de eso, y no sólo de asuntos de interés particular del PP y el PNV, hablasen ayer Aznar y Ardanza. Lo que está en juego no es sólo la convivencia en Euskadi, sino el futuro de la democracia española. Una impugnación cotidiana de la ley como la que se produce en el País Vasco, unida al desafío constante del terrorismo, no puede dejar de afectar, si se prolonga indefinidamente, al sistema de valores en el que se asienta la convivencia democrática. El presidente del Gobierno debe escuchar las opiniones que al respecto tenga una persona tan cualificada como el lehendakari. Pero está obligado también a recordarle sus obligaciones en defensa de las instituciones y de las reglas democráticas frente a quienes, al grito de "¡Viva la muerte!", pugnan por liquidar a unas y otras mediante coches bombas, disparos en la nuca y agresiones fascistas.
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