Desempleo y reducción de la jornada laboral: no salen las cuentas
Es cada vez más frecuente oír que el elevado desempleo que padece Europa deriva de cambios tecnológicos imparables que, al convertir en redundante a un sector importante de la población, permiten o, incluso, exigen reducir y repartir la jornada laboral. Haciéndose eco de este sentir son ya varias las propuestas que llaman al Estado a inducir, mediante incentivos fiscales, la reducción de la jornada laboral como medio para generar empleo y volver al régimen de plena ocupación de otras épocas. Bajo la promesa de conciliar un reparto más equitativo del trabajo con un uso más racional y complejo de recursos humanos hoy en día desaprovechados, su atractivo es indudable. Y, no obstante, una vez se examinan sus premisas y se hacen números, es evidente que las cuentas no salen. Reducir la jornada laboral sólo agravaría el estancamiento económico que sufre Europa.Tomemos la propuesta, quizá la más famosa, presentada por Michel Rocard ante el Parlamento europeo. El proyecto Rocard consiste en emplear la suma de los subsidios de desempleo y beneficios sociales destinados a los parados para financiar una rebaja en las cotizaciones sociales de las empresas que reduzcan la semana laboral a 32 horas y creen nuevos puestos de trabajo. La reducción en la carga fiscal empresarial debería permitir a las empresas mantener inalterado el salario de sus empleados (a pesar de experimentar éstos una reducción de alrededor de un 20% en su jornada laboral) y conducirlas automáticamente a contratar nuevos trabajadores para mantener el nivel de producción.
Al objeto de juzgar la viabilidad del proyecto Rocard, imaginemos un país de 100 habitantes en edad de trabajar con una sola empresa que emplea 90 trabajadores y, por tanto, con 10 parados (una tasa de desempleo cercana a la media europea). Supongamos que cada trabajador empleado trabaja 40 horas a la semana hasta producir por valor de algo más de dos euros. El exceso sobre los dos euros corresponde al beneficio de la empresa y los dos euros constituyen el salario bruto de cada empleado. De este sueldo de dos euros se deduce a cada trabajador un 10% en cotizaciones sociales para sufragar el subsidio de desempleo. Cada asalariado recibe netos 1,80 euros y con la deducción de 20 céntimos se crea un fondo de 18 euros para pagar a cada uno de los 10 desempleados de la población 1,60 euros y aún destinar los dos euros sobrantes a financiar la agencia que distribuye estos fondos.
Supongamos ahora que se introduce el plan Rocard. Se eliminan las cotizaciones sociales y se impone una reducción de la jornada de trabajo de un 10%. Dado que ahora sólo produce durante 36 horas a la semana, cada empleado ve caer su salario bruto en un 10%, a 1,80 euros. Sin embargo, puesto que en este mundo ideal rocardiano no hay cotizaciones, se queda en una situación idéntica a la que estaba cuando pagaba el subsidio de desempleo. Para mantener su producción, la empresa contrata a todos los desempleados. Éstos trabajan también 36 horas y cobran 1,80 euros. El desempleo ha desaparecido y los ex parados han mejorado su situación económica en unos 20 céntimos de duro. En suma, sobre el papel, el plan Rocard resulta prometedor.
No obstante, la bondad del plan Rocard es tan sólo aparente. En primer lugar, los números empleados no cuadran con la realidad: con una tasa de desempleo del 10%, los Estados europeos destinan solamente el 4,5% del PIB, o sea menos de la mitad de la cantidad del ejemplo, al subsidio de desempleo. Por esta simple razón, la desaparición de la carga fiscal no reduciría por completo el paro en Europa.
Imaginemos, sin embargo, que los números cuadrasen. Incluso en ese caso, las premisas del proyecto Rocard no se tienen en pie. La razón es sencilla: no tienen en cuenta las diferencias de productividad que existen entre trabajadores y cuán importantes son aquéllas en la economía actual. Empleados y desempleados europeos no gozan de las mismas calificaciones laborales. Basta con echar una ojeada a las estadísticas laborales: la tasa de desempleo alcanza más del 40% entre los trabajadores sin estudios primarios completos; esto es, dos veces más que entre aquéllos que disfrutan de educación secundaria. Repartir trabajo reduciendo el de los más productivos y contratando a aquéllos que forzosamente no lo son tanto, condena de manera automática a toda empresa a pagar lo mismo a cambio de menos trabajo. Una reducción automática de la jornada de trabajo no haría sino aumentar los costes de todas las empresas y conducir, a medio plazo, a la pérdida real de empleo.
Más aún, el proyecto Rocard delata una concepción equivocada del sistema de producción imperante hoy en día. Al diseñar el proyecto de reducción de la jornada laboral, sus defensores todavía imaginan empresas que producen un único producto en una cadena de producción, en las que la máquina impone al ritmo productivo, los trabajadores son intercambiables y sus cualificaciones poco importantes, y en las que las horas cuentan por igual en términos de rendimiento. En definitiva, empresas como la fábrica de agujas a la que hace referencia Adam Smith en su renombrado análisis sobre la división del trabajo y la especialización productiva. O, en un ejemplo más cercano a nosotros, empresas automovilísticas como la que creó Ford hace ya varias décadas. Si la economía europea se compusiese de estas empresas y dado que lo importante no es el número de trabajadores empleados, sino las horas totales de producción ' el ejemplo numérico anterior quizá diera la razón a Rocard y fuese factible el reparto de trabajo sin imponer demasiados costos añadidos.
Pero ese régimen de producción es hoy en día un espécimen en vías de extinción. En una economía posindustrial o de servicios, las grandes plantas fordistas están desapareciendo en beneficio de pequeñas y medianas empresas y de un sistema en el que imperan profesionales y empleados altamente cualificados. Basta mirar el trabajo de un profesional para entender las diferencias que este cambio estructural implica: el valor del profesional crece a lo largo de su vida y, por la experiencia que ha acumulado, su hora décima es más fértil que la primera. El trabajo profesional nada tiene que ver con la actitud mecánica de un trabajador en una cadena de montaje: el valor que éste añade por hora trabajada no varía por trabajar más horas. En pocas palabras, en una economía de servicios y de profesionales, ni las horas de cada empleado son iguales ni todas las horas rinden de la misma manera. En estas condiciones es imposible recortar el tiempo de trabajo indiscrirninadamente sin esclerotizar la economía europea.
Tras el proyecto de reducción de la jornada de trabajo se esconde un diagnóstico erróneo de los cambios, de proporciones históricas, que están experimentando los países avanzados. Para los defensores del proyecto Rocard, la atonía en el mercado laboral europeo se debe a que, al existir un número fijo de necesidades y trabajos, las mejoras tecnológicas hacen superflua parte de la fuerza de trabajo y exigen repartir el trabajo que existe.
Sin embargo, el dinamismo de Estados Unidos, en claro contraste con Europa, se han creado cerca de 30 millones de empleos netos en 15 años, desmiente esta interpretación. No hay barreras a la creación de empleo. Evidentemente, estamos asistiendo a una transformación imparable de una economía de asalariados industriales a una economía de profesionales. Pero la política económica futura no puede consistir en imponer mediante nuevas regulaciones una jornada laboral más corta que, a fin de cuentas, solamente incrementaría los costes empresariales. Sólo cabe una solución: flexibilizar el mercado de trabajo y, a la vez, promover las inversiones en educación e infraestructuras necesarias para hacer lo menos doloroso posible este periodo de transición y de cambio estructural.
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