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¡Leña al correjidor!

Denostar al Ayuntamiento, al excelentísimo señor alcalde y a los concejales de distrito ha sido uno de los escasos y consoladores refinamientos donde nos abandonamos los plumíferos en la edad contemporánea. Durante las últimas dictaduras, en vigor las censuras proclamadas, cuando cualquier opinión discordante era conocida sólo por el competente funcionario, que le salía al paso y condenaba al olvido, entonces, incluso, estuvo levantada la veda del edil. Curioso fenómeno, insuficientemente estudiado y analizado, creo. Hay, claro es, las consabidas excepciones.Le he dado alguna vuelta a la cuestión, sin deducir razonable explicación a esta perenne vulnerabilidad municipal, esa irreprimible ansia, la codicia, el apetito, el anhelo por colocar las posaderas en un sillón que más parece incómodo potro de réprobo irremisible. Dejemos de lado a los Pedro Crespo que, aparte del incomprensible proceder en cuestiones de honra, nada se conoce de cómo manejaba los asuntos de Zalamea. No es tema de hoy ni de ayer, de la Villa de Madrid o de cualquier otra; tiene dimensión universal, es decir, concierne a todo el mundo, a todos los tiempos, a todos los países. En periodos de extremado rigor, como los que empalmaron a la Unión Soviética con las Rusias de los zares, el alcalde encarnaba la pequeña dosis de revancha popular, donde escarnecer y mortificar el todo por la parte. Pocas películas norteamericanas hay en las que esa figura deje de personificar la corrupción, el sórdido envés de la política local. En nuestra ciudad habría que remontarse a la adulta figura del rey Carlos, III para endilgar un elogio, de fácil recurso en aquel poblachón sucio y miserable que era la Corte, donde estaba todo por hacer, lo que magnificaba el menor gesto. Los alcaldes posteriores parecen afectados de la común manía monumentalista, el mal de piedra derramado en plazas, parques y jardines, con tenaz olvido del menester y las penurias ciudadanas, que parecen importarles un pito. Padecen la fiebre de la inauguración y las placas conmemorativas, en las que sueñan la pervivencia de sus apellidos. Ya no se contentan con una calle, desconfiados de la cultura y la memoria urbanística de los madrileños. "¿Quién sería este fulano?", nos preguntamos ante la chapa colgada en la esquina. Muy frecuentemente se trata de un alcalde, precipitado en el olvido.

El actual regidor insiste, cada dos por tres, en dejar rastro suscribiendo cuanto monumento en piedra, bronce, latón o escayola se avecinde en las calles bajo su vara. No es cosa de mostrarse mezquinos denunciando el despilfarro que supone esculpir tan inacabable prosapia: José María Álvarez del Manzano y López del Hierro, 42 letras para un solo cargo consistorial, en lugar de Álvarez López, como todo el mundo. Bate, con título nobiliario incluido, a otro anterior, que se recitaba en las redacciones de corrido: José Finat Escrivá de Romaní, conde de Mayalde, de sólo 38 matrices. ¿Quién les recuerda el tiempo transcurrido? A Finat se le atribuye la perpleja frase: "Ya no sé si soy de los nuestros". Uno piensa que el contemporáneo, más que individuo parece la lista de supervivientes en un accidente, de damnificados de la riada o de implicados en cualquier dudoso asunto.

Se habla del alcalde, de nuestro alcalde, aunque sea dificultoso recordar estimaciones adictas o halagüeñas. Quizá late un cálido recuerdo entre los guardias municipales, encargados del tráfico o de la ronda en, los barrios, agradecidos, desde cualquiera de los empleos simultáneos con que sustituyen su función inamovible, tutora flemática de las toleradas bandas de camellos, navajeros, atracadores y tironeros, a quienes puede acusarse de múltiples delitos y faltas, salvo el de actuar clandestinamente. Los comerciantes y vecinos de Atocha, Antón Martín, antes los del entorno de Malasaña, los que no parecen apreciar el bullicio multicolor de los travestidos cerca de la Castellana y demás, se sienten habitantes de Dallas 1885, abandonados del sheriff, de la policía, de los indolentes guindillas, remunerados con sus impuestos. El taxista profesional vive aperreado y los madrileños de a pie añoran la imposible llegada de "los suyos", si supieran quiénes son. Consolémonos: siempre nos queda atizarle al corregidor.

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