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Tribuna
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Selectos

En países del Tercer Mundo, una niña nace con la misma posibilidad de ser feliz -ella y sus padres- que un mongólico en Occidente. A los niños les sucede lo mismo, pero éste, ahora, no es el asunto. El asunto es la hipocresía formidable con que determinada moralidad de Occidente examina las palabras de la ministra holandesa Els Bort, que ha dicho que el aborto de niñas es aceptable.Yo comprendo a los hombres y mujeres de Pro Vida: el feto es sagrado, sea apenas un hueso de aceituna o un conjunto de células a punto de doctorarse. Si a una mujer de Pro Vida le dicen que en su vientre hay un error no se inmutará. Esa actitud me merece respeto: yo también tengo mis delirios, aunque no organice con ellos movimientos cívicos. Ahora bien: que gentes que se decantan -progresivamente- por el aborto, en casi todos los supuestos, se escandalicen ahora porque algunas mujeres no quieran tener niñas me llena de estupor. Como suele suceder, la reacción se alía, además, con la ignorancia: el sexo de un bebé puede conocerse sin error -aunque con un pequeño riesgo para el feto- a partir de las ocho semanas. Es decir, dentro del plazo que prevé hasta la más mínima legislación abortista. Por tanto, no es necesario esperar a los cinco meses. Ni cabe decir con vana demagogia que para hacer abortos selectivos se precisa una carnicería. No padezca, pues, el progre corazón bien pensante.

Como siempre sucede con este tipo de polémicas, al fondo despunta el apocalipsis: si hoy seleccionamos el sexo, mañana será el color de los ojos, pasado la fuerza, pasado la inteligencia. Muy bien, ¿y qué? ¿Algún problema en que cada uno elija lo que cree mejor? ¿Algún problema en comprar el jamón más selecto de la charcutería? ¿Algún problema en limitar los tiránicos efectos del azar y del determinismo? Sólo un problema: que todos podamos hacerlo. El problema de la charcutería.

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