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Los estudiantes serbios extienden las protestas hasta el amanecer

Ramón Lobo

ENVIADO ESPECIALLos carteles de Winston rezan pretenciosos en Belgrado: El sabor de la libertad. Los estudiantes no lo fuman, pero ya conocen su aroma. Desde el domingo a las seis de la tarde, miles de jóvenes ocupan pacíficamente la calle Kolarecva, en el centro. Turnos de cinco horas, más o menos organizados, les permiten sostener firme la afrenta al régimen: "No nos iremos de aquí hasta que nos dejen pasar o acepten todas nuestras demandas", dice Cedomir Jovanovic, uno de los líderes estudiantiles. Frente a ellos, una treintena de policías forman un cordón que se releva cada dos horas. Llegan seriotes, tensos, con los labios prietos y la mirada en babia. La pose guerrera se les descompone media hora después. Aceptan las bromas, sonríen y fuman. "No se qué pasaría si recibieran la orden de cargar contra nosostros", se pregunta Igor, "pues están contaminados de nuestro entusiasmo".

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Para evitar ese riesgo, los antidisturbios se rotan. Los traídos de Kragujevac, un remedo de industria, son la fuerza de choque. Ellos fueron los rambo que arremetieron brutalmente en la noche del lunes contra un grupo de manifestantes que marchaban alegres, silbateando eslóganes, como otros miles en otras partes de la capital tras la cacerolada contra el telediario de la televisión. Algunas personas tomaron fotos de los azules más entusiastas. Zajedno (Unidos), la coalicón, opositoria, las presentará ante el juzgado -una vana ilusión, pues el Supremo falló contra ellos en una de las 14 ciudades donde hubo fraude en las municipales y otra instancia dice que no exisitió trampa en ocho- y hará públicos los nombres y los apellidos de los agresores.

Pese a una persistente lluvia de la madrugada del martes, y las temperaturas bajo cero del miércoles, miles de jóvenes arropados por gente de toda edad resistieron bravos a la intemperie 1 su cuarta noche consecutiva. Altavoces apilados sobre un herrumbroso escenario escupían decibelios de música de los sesenta y setenta. Los muy apropiados I feel good de James Brown o Revolution de los Beatles sonaban a paraíso. "Es lo que oían mis padres", dice Serjan, de 19 años. "Si ellos son los hijos del 68 nosotros, sin duda, somos los nietos". Los jóvenes bailan. Brincan. Tal vez es sólo para entrar en calor. Algunas parejas se achuchan y besan. La calle es como una gigantesca discoteca protegida por un fino plástico, a modo de carpa, sostenido por unos pocos paraguas danzarines que amenazan los ojos más próximos. Esta alegría tiene una explicación para la radio oficial. Para la propaganda, estos miles de jovenzuelos son víctimas del éxtasis y están pagados por el dinero extranjero. ¡Quintas columnas!

A las dos y media, un grupo de actores arenga a los jóvenes. Al bajar, la chiquillería les acecha sin escapatoria en pos de un autógrafo. Un reloj digital rojo, colgado debajo de la oficina de una empresa estatal de minería, anuncia los últimos diez segundos de cada hora. El conteo es celebrado. Cada 60 nuevos minutos en pie, desafiantes, es un triunfo de la libertad.

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