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La retirarada del héroe

El héroe dijo que se iba y a continuación todos o casi todos los medios de comunicación explotaron en un apoteósico concierto de alabanzas. Páginas y páginas de prensa, horas de radio, programas televisivos... No seré yo quien discuta los méritos del héroe, ni quien me ponga a cotejarlos con los de otros, según ha hecho un diario -todo sea por la claridad-. Pero sí parece pertinente poner un poco de sordina a tanta glorificación, la glorificación de una gloria que a algunos, según han confesado con orgullo, les quitaba la siesta -se la quitaban las imágenes televisivas del héroe- en las horas punta de los días más estivales del año, y ellos tan contentos. ¿La siesta por un Tour? Poca cosa para tan gran hazaña, y si en vez de uno son cinco entonces hay que olvidarse de dormir la siesta y lo que sea.Aun a riesgo de resultar políticamente incorrecto (éste comienza a ser un país cada vez más correcto), creo que hay todas las razones para discrepar de esta Ilimitada exaltación del músculo, dicho sea con todos los respetos para el discretísimo protagonista, que no es responsable de lo sucedido. Sin duda pocos deportes son tan duros como el ciclismo, pero ¿está de más recordar las enormes cantidades de dinero embolsadas por el héroe? Porque ¿qué deberíamos decir entonces de los mineros asturianos que bajan a la mina y contraen la silicosis? Demagogia barata, se argumentará por algunos (¿los que no duermen la siesta?). Pues no, no es demagogia, entre otras razones porque mucho público popular estaría, llegado el caso, dispuesto a disentir de lo que aquí se dice.

El ciclismo de competición en carretera se ha vuelto un deporte cada vez más tecnificado, donde los directores de equipo y los jefes de filas deciden las carreras en términos sustanciales antes de que éstas comiencen. Son cosa definitivamente del pasado aquellos ciclistas con el tubular a la espalda., que rodaban casi en soledad absoluta cientos de kilómetros. Está muy bien que quienes puedan (porque es muy otro el destino de los gregarios, y de ellos se habla bastante menos) ganen mucho dinero, todo el que sea posible, porque son actores de un larguísimo spot publicitario y la publicidad es un magnifico negocio; pero esos beneficios son ya en sí mismos una recompensa suficiente, que debería atenuar la laude épica y desmesurada. Se objetará que esas ganancias son casi nada al lado de las que consiguen los grandes jugadores de la NBA norteamericana. El ejemplo sólo es válido si nos situamos en el código de valores de aquella sociedad. Yo, particularmente (y pido excusas por personalizar), lo detesto; a los interesados en las causas de este aborrecimiento remito al espléndido ensayo de Vicente Verdú, El planeta americano, donde están suficiente y luminosamente pormenorizadas.

En medio del delirio apologético de los días pasados, alguien se atrevió a recordar lo inadvertido que había pasado entre nosotros el centenario del nacimiento de Arturo Duperier, el mayor físico español de este siglo, que se quedó a verlas venir en la España franquista cuando la aduana o la policía, o ambas a la vez, requisaron los aparatos que le había regalado la Universidad de Oxford. Creo que los más exaltados apologetas del mercado lo tienen bastante difícil ante el hiriente contraste que con todo lo anterior representa esta clase de semiinadvertencias. Pues nuestro héroe, el héroe del que hablamos, es fruto del mercado, y está muy bien, insisto, que obtenga los máximos beneficios de su trabajo, pero ya es más discutible que una sociedad que se desea democrática tenga una escala de valores tan sustantivamente dominada por la apoteosis muscular.

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Y que, al parecer, lo tiene lo revela que los clubes españoles de la Primera División se han gastado en fútbol casi cuatro veces más que Alemania. Unos clubes que, en una medida importante, saldaron sus deudas gracias a la financiación del Estado, es decir, del dinero de todos los contribuyentes. Como consecuencia de todo esto, se promulgaron normas para que las sociedades anónimas nacidas de la nueva legislación se atuvieran estrictamente a ellas. Hubo, empero, dos que no las cumplieron y perdieron la primera categoría. Entonces, y aunque era el mes de agosto, los alcaldes y los concejales y miles de ciudadanos se lanzaron a las calles a pedir que la ley no se cumpliera porque esos clubes estaban tan vinculados a la esencia de sus ciudades que el tal descenso era una afrenta, un insulto, un despropósito. Todos conocen el final de la historia: se incumplió la ley, pero el alma de esas ciudades quedó intacta, inviolada, inmarcesible, pura, sin mancha.

Nos hemos quedado, se han quedado muchos, sin héroe. No hay que preocuparse: este próximo mes de julio -o el otro- ya habrá quien nos obligue a suspender la siesta.

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