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México fin de siglo y la supervivencia del PRI

Jorge G. Castañeda

Si no fuera porque a este desdichado país le han sucedido tantas desgracias en tiempos recientes, el saldo del año mexicano que ha concluido y las perspectivas para el que comienza serán verdaderamente aterradoras. Pero todo por servir se acaba, y la capacidad de asombro del México de fin de siglo parece haberse agotado: de ahí que el cúmulo de contratiempos que asuela la población sólo enfrente resignación, indiferencia o un miedo paralizante. Por algo el régimen priísta, que avanza inexorablemente hacia un siglo de vida, conserva sus esperanzas de perdurar y triunfar: más allá del pesimismo de la coyuntura, no carece de fundamentos para enfrentar el futuro con sincera seguridad.Es cierto que casi todo pareciera apuntar hacia una debacle para el sistema autoritario mexicano en 1997 y, de manera más contundente, en el año 2000. La economía goza de una recuperación raquítica, selectiva y precaria; la violencia y la inseguridad se han apoderado de la capital y de muchas provincias; la corrupción de regímenes anteriores y la pasividad frente a ella del Gobierno actual desesperan a los mexicanos. Ha surgido un nuevo, enigmático y ubicuo grupo guerrillero, y el anteriormente aparecido se ve enfrascado en un interminable proceso negociador en el que quienes desean un desenlace no lo pueden imponer, y quienes pueden lograr un acuerdo no lo quieren. Las ancestrales desigualdades mexicanas se agudizan; a los abismos que separan regiones, etnias y clases se suman ahora las nuevas brechas entre enchufados a Estados Unidos y los vastos sectores empresariales, obreros, consumidores y marginados que viven sin el amparo de esta conexión vital. Finalmente, se rompen los últimos eslabones del pacto entre gobernados y gobernantes: los mexicanos dejan de pagar incluso los magros impuestos (piensen lo que piensen los panistas, los ricos y los, ignorantes) que les arrancaba el Estado; el desplome de la recaudación es quizá el daño más duradero que los escándalos del salinismo le infligieron al país.

Pero aun con este panorama desolado, el sistema encierra enormes reservas de fuerza y maña que le auguran una sobrevivencia factible. Tres factores son dignos de mencionar, no necesariamente en orden de importancia. El primero es el firme y perenne apoyo de Estados Unidos; pase lo que pase, Ernesto Zedillo sabe que cuenta con el respaldo de Washington. A pesar del coste creciente de su ayuda, sigue siendo menor que el coste -impagable- de perder el poder. Un segundo elemento que puede garantizar la vigencia de lo que hoy es el régimen unipartidista más antiguo del mundo estriba en el miedo de los mexicanos al cambio ordenado, que temen porque sencillamente no lo conocen. El PRI hace bien en recurrir al chantaje del miedo -o nosotros o el caos- porque sabe que la población así piensa. El pavor ante el enfrentamiento,, o frente a la contradicción y a la noción misma de discrepancia, paraliza al mexicano; ha preferido una continuidad abominable a una mudanza turbulenta, y muy posiblemente siga haciéndolo.

El tercer ingrediente reside en la división de los opositores, condición sine qua non de cualquier triunfo priísta y garantía de la derrota de la oposición. Ahí donde México posee en los hechos un esquema bipartidista, el Gobierno pierde: ya sea con el PAN, en la mayoría de los casos, ya sea con el PRD, en una minoría creciente. Pero donde rige un tripartidismo efectivo, es decir, a nivel nacional y en el Distrito Federal, la fragmentación puede desembocar en una victoria priísta, incluso con mucho menos que el 50% del voto.

La lógica de la unidad se estrella contra la dinámica de las desconfianzas, de las vanidades y de las ilusiones, Si entre 1988 y 1994 la izquierda desistió de buscar una convergencia con el PAN por creer que Cuauhtémoc Cárdenas tenía asegurado el triunfo en 1994, ahora el PAN rechaza un acuerdo con el PRD por las mismas razones, pero a la inversa. El país va a la deriva, pero el precio de una unión opositora resulta excesivo para todos los directamente interesados, o choca con la indiferencia de los espectadores lejanos.

. En el fondo, el sistema político mexicano enfrenta un solo peligro real: la división o la enajenación de sus élites. Desde los años treinta, empresarios, curas, militares, ex presidentes y políticos profesionales, americanos e intelectuales se avinieron a un sistema político que resguardaba cabalmente sus intereses y les permitía dirimir pacíficamente sus diferencias. Su disgusto fugaz ante tal o cual gobernante o medida cedía siempre ante la coincidencia estratégica de opiniones e intereses. Nadie pateaba el pesebre, y todos se beneficiaban de los tesoros del arcón reencontrado.

Hoy, en cenas y columnas, en disidencias y represalias, en 'decisiones personales y colectivas, se vislumbra una distancia preñada de incertidumbres. El desprecio generalizado por la persona de los gobernantes actuales, en un país donde el respeto a las figuras y autoridades es legendario; el recurso a la saña y el dolor para castigar deslealtades o desacuerdos; la separación tajante entre la conveniencia individual y la cooperación de clase; la impericia y estrechez del círculo gobernante, son todos ellos ingredientes potenciales de una descomposición paulatina. Disgregación gradual de un sistema que siempre descansó en la anuencia de las élites, y que probablemente no podrá perdurar sin ella. -

Los últimos en abandonar el barco serán los que más cuentan: los militares y los americanos. Pero hasta ellos tienen un umbral de tolerancia. ¿Cuándo lo cruzaremos?

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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