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Palomas a caballo

Lo primero que observó en Madrid el hijo de unos amigos míos, refugiados políticos, fue que las palomas le permitían acercarse mucho antes de emprender el vuelo. En su país, parece ser, las palomas, experimentadas y prudentes, no se permiten tantas confianzas con los humanos.

"Y eso que todavía no ha visto los patos ingleses", pensé cuando me lo contaron; pues los patos que viven en las orillas de ríos amaestrados y universitarios, como el Támesis o el Cam, son una verdadera plasta. Ni siquiera se imaginan que el paseante pueda resultar un asesino. Saben que es poco probable, y en el caso de que sí lo sea, a ellos les harían un monumento al heroísmo en combate. De modo que se toman muchas más confianzas que las palomas madrileñas, y al paseante no le queda más remedio que abreviar el bucolismo y largarse. (Y que no se le ocurra ni bromear al respecto. Verá que también el humor británico es limitado).

No volví a pensar en palomas y patos hasta que comprobé -una vez más- que el entusiasmo de mis amigos por la cordialidad de Madrid y sus cielos se iba enfriando a medida que descubrían que la amabilidad de las palomas, los empleados de las tiendas, los colegas con quienes alguna vez rieron en un congreso... se detenía ahí. Era como una etapa. Mucha amabilidad por a difícil situación de su país, mucho sol, mucho castellano con sabor a zarzuela... pero ahí se terminaba todo. Ni un paso más allá, en contra de lo que en teoría deseamos cuando alguien nos gusta.

Las opiniones en esos casos suelen ser variadas -y a veces reflejan una simple inadaptación-, pero quizá lo. que más les intrigaba, también a ellos, es que nadie les invitara a una casa. He comprobado con los forasteros que al principio les convencen las explicaciones de que "el madrileño vive en la calle", "su salón es el bar de la esquina", "ya se puede ver en los clásicos", "hay que ver a las viejecitas sacando en verano la silla a la puerta", etcétera, hasta que les asoma un fondo de escepticismo, ni siquiera consciente, al comprobar que tampoco en el bar de la esquina se hace un esfuerzo por ir un paso más allá. Las relaciones comienzan con una explosión de simpatía... llamémosla madrileña, y ahí se estancan hasta petrificarse en el parloteo universal de las vacaciones, el partido del domingo y, en estos días, bromas sobre el carbón de los Reyes.

Al principio uno cree que esto es algo que les sucede a los extranjeros; luego también ahí se matiza: según mi experiencia, los procedentes de culturas verdaderamente lejanas (si es que tal cosa existe aún) suelen estar tan encantados con el clima, las tapas y la cordialidad ambiente que durante mucho, mucho tiempo son de buen conformar. Entonces se cree que esa especie de desencantado estupor sólo les sucede a nuestros parientes italianos, latinoamericanos, franceses o magrebíes, pero pronto se va viendo que puede suceder perfectamente con los propios españoles. Quizá más que nadie, los provincianos llegan a la corte tras el mito de los señoritos calaveras enamorando a cupletistas y violeteras, o la entelequia del Madrid de los cafés bohemios y la movida, o la ficción de los salones, que existen, cómo no, aunque las más de las veces en ellos se representen guiones tan manidos como la programación televisiva de fin de año. Cualquiera con, interés puede comprobar que no pocos inmigrantes españoles de esta ciudad de inmigrantes viven un divorcio no siempre consensuado entre la ciudad que perseguían y la que consiguieron.

"En Madrid he perdido a España", me dijo un viejo amigo francés que había vivido antes en Valladolid, y creo que se comprende de inmediato lo que quiso decir. Y no se trata sólo de la soledad y dureza de las grandes ciudades, pues digan lo que digan ésta tiene la suerte de no serlo aún: todavía en Madrid la mitad de las casas no están ocupadas por una sola persona como en París. Es como si nuestras palomas, a caballo entre la amistad y la distancia, estuvieran decidiendo si invitarnos o no a una copa y no supiéramos cómo convencerlas de que sí, que ánimo, que no permitan que se les endurezca esa especie de cápsula en la que vamos quedando encerrados como en un huevo al revés.

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