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Final de cuentas

Sergio Ramírez

El Gobierno que concluye bajo la presidencia de Violeta Chamorro pasará a ser uno de los más singulares en la historia de este siglo, y la figura de la presidenta, una figura para recordar. No todo periodo presidencial en la historia de un país se configura para la posteridad -es decir, para representar, con actualidad, en el futuro, una época ya concluida-. De los presidentes que Nicaragua ha tenido en este siglo, ya no digamos en el anterior, la mayoría ha quedado en el olvido. Es necesario que se dé una configuración de elementos, buenos y malos, pero de todos modos trascendentes, para que el cuadro se componga en la diversidad de su unidad, y ofrezca su representación histórica. Y no hay cuadro de época sin figura de época. Doña Violeta hace que por primera vez en muchos años un presidente se alce como una figura con trascendencia civil -republicana-, un concepto esporádico en nuestra historia, si es que no hablamos de un solitario ya sin esperanza como José Madriz, a las finales de la revolución liberal; de un presidente conservador tan sorpresivo como Bartolomé Martínez, don Bartolo -los tiempos de don Bartolo-, o de esa figura puesta siempre a salvo por el juicio popular, el doctor René Schick.Nunca hubo, además, una mujer presidenta en Centroamérica desde el inicio de nuestra vida republicana, y no sabemos cuándo volveremos a tener otra; no por lo menos en este siglo. Esta es, pues, una característica singular que no puede dejar de anotarse. Más que el presidente de a caballo, vestido de militar, o el caudillo matrero perpetuado a través de intervenciones extranjeras, o de pactos oligárquicos, o de sucesiones familiares, o bajo los resplandores de una revolución, surgió en un momento dramático una mujer de su casa, de cualidades políticas improbables, sólo emparentada con la historia a través del martirio de su marido. Pero pasa a la historia por razones también singulares, por haber zanjado el fin de la guerra, logrado el desarme de la Resistencia, procurado la inserción de los desmovilizados a la vida civil, recogido miles de armas en manos de particulares, reducido drásticamente el número de hombres del Ejército Popular Sandinista, creado las bases institucionales de ese mismo Ejército a través del Código Militar, y conseguido la transición de mando aún a costa de una crisis, la más grave de su Gobierno, que ella enfrentó, y al fin resolvió. Hay aún remanentes de grupos armados, pero deben ser vistos como un residuo de la violencia que, si afecta a la seguridad ciudadana, no pone en riesgo la seguridad nacional. Claro que ésta no fue una tarea sólo suya, sino el resultado de un concierto de voluntades, empezando por la propia voluntad del Ejército, que supo abrirse a la transformación democrática; pero la historia, al cerrar su síntesis de la paz, la coloca a ella, cabeza del Estado, en la tarea no sólo simbólica de enterrar las armas. Si el desafio de gobernar en crisis no fuera tan complejo, y no presentara tantos otros retos, la consolidación de la paz sería suficiente para marcar esta presidencia para la historia.

Desde el principio, los nicaragüenses aprendimos a separar la figura de doña Violeta de lo que fue su propio Gobierno, habilitándole a ella un piso más alto. Nadie le exigió nunca habilidades especiales para gobernar, ni conocimientos profundos de la economía, ni la elaboración de líneas de estrategia política, ni discursos célebres. Su papel entendido fue diferente, discrecional, más de jefe de Estado que de jefe de Gobierno. Por primera vez, al abrirse su periodo presidencial en 1990, el país pensó en la necesidad de la legitimidad, y ella encarnaba esa legitimidad.

El suyo se inició como un Gobierno débil, sin partido que lo respaldara, sin ascendencia ni influencia sobre el ejército, la policía y las fuerzas de seguridad; con un equipo de Gobierno inexperto (si partirnos del hecho de que por más de medio siglo sólo el Partido Liberal y el FSLN tuvieron experiencia de gobernar); sin mayoría en el Parlamento, y expuesto a los estallidos de la polarización, a los continuos embates callejeros, a los brotes armados, enfrentando una doble oposición, la de la UNO, siempre en rebeldía, y la del propio FSLN, que llegó a ver en la posibilidad de la caída del Gobierno el regreso a los viejos fueros revolucionarios.

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Pero estaba la legitimidad de por medio encarnada en la figura de una mujer cuya fortaleza, como gran paradoja, llegó a ser su misma indefensión. La legitimidad, que para el país se volverá desde entonces irreversible, la legitimidad del voto como fuente de poder. El poder, que pasó a ser en manos de ella algo más sutil, menos visible, aunque no menos eficaz. Doña Violeta logró colocarse por encima de los mecanismos y artimañas del poder, con gracia, con mucho de picardía, con más inteligencia de lo que muchos le quisieron suponer, y dándose el espacio para ignorar lo que quiso ignorar. Sabía que para ser la estadista a su modo que logró ser no se necesita meter las manos en la cocina diaria del poder; ni se necesita tampoco representar poder rodeándose de halagos y halagadores, de aparatos de seguridad, de legiones de escoltas, de ciempiés, como suele ella llamar a aquellas largas camionetas que cargaban a los guardaespaldas de Somoza. En fin, que no se necesita de arrogancia, sino de sencillez, una enseñanza muy republicana ¿e la que queda mucho por aprender.

La paz, la reconciliación. Esta estadista de criterios domésticos logró sobreponerse con garbo a sus propias antipatías, sus prejuicios, sus animadversiones y sus fobias, y sus criterios provincianos sobre la política, para permitir que su Gobierno se abriera hacia la reconciliación, criticada por muchos en un país más que polarizado; la reconciliación que, pese a todo, le dio a Nicaragua las bases de la gobernabilidad a lo largo de este periodo. Y éste es un aporte tan fundamental a la convivencia pacífica del país, que el nuevo gobernante, por mucho que quiera la revancha, o lo empujen a ella, tendrá de frente el formidable valladar de siete años de concordia como política de Estado.

La paz, la reconciliación y la democracia. El ejercicio de las libertades públicas, el libre debate de las ideas, el respeto al derecho de opinión, de movilización y organización política, el fortalecimiento de múltiples expresiones de la sociedad civil, han estado presentes, sin mengua, a lo largo de este periodo. El déficit queda en los compromisos suscritos por el Gobierno con múltiples sectores sociales, los más pobres, y no cumplidos; en la pobre aplicación de muchas leyes, y en la debilidad de los tribunales de justicia, todo lo cual mantiene un clima de impunidad al que se acogen muchos poderosos. Fortalecer el Estado de derecho, sin trampas y sin mayores impunidades, es una tarea que el nuevo Gobierno no puede soslayar. Una figura histórica se construye a sí misma y es contruida por las opiniones diversas, y por el criterío público, en base a un producto total. Deficiencias e incongruencias en la Administración pública, brotes recurrentes de corrupción, sujeción muchas veces extrema a los dictados de los organismos financieros internacionales, privilegios en los créditos bancarios estatales a favor de una minoría impune en abandono flagrante a miles de productores; el desempleo masivo, el empobrecimiento creciente, la inseguridad ciudadana son elementos que hay que colocar también en el otro platillo de la balanza.

Y faltó algo para mí crucial: que ella misma hubiera promovido la reforma constitucional que modernizó al Estado y fortaleció las instituciones en contra del caudillismo, tan recurrente en nuestra historia. La prohibición de la reelección, de la sucesión familiar, del nepotismo, de la participación de los funcionarios de Gobierno en negocios con el Estado, entre otras cosas, debieron haber salido de su mano. La presidenta Chamorro no estuvo a la cabeza de esta fase tan decisiva de la transformación política del país, y es una lástima que más bien se pusiera en contra. Su penetración en la historia hubiera sido así más honda. Pero doña Violeta representa ya una época: la época difícil y azarosa en que le tocó presidir por sobre los destinos del país, tan inciertos, y de la cual, en el futuro, no podrá dejar de hablarse.

Sergio Ramírez fue vicepresidente de Nicaragua.

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