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Simplismo didáctico

La exhumación de la serie Crónicas de un pueblo, producida por Televisión Española hace 25 años, nos devuelve con todo su torpe simplismo didáctico a la España franquista católico-agraria, triste y cutre, que hoy avergüenza a la mayoría de los ciudadanos, hayan o no vivido aquellos tiempos.Dos de estas crónicas dirigidas por Antonio Mercero y emitidas ayer ilustran con creces lo que cabe esperar de las sucesivas entregas. En La pirueta se plantea una cuestión xenófoba, el rechazo del pueblo que recibe la visita de unos titiriteros (con su enano que toca el tambor incluido), pese a que no parece que se trate de una familia gitana. Los vecinos acabarán aceptando a los titiriteros no a través de un análisis o argumentación intelectual, sino por la vía primaria de la compasión que merecen cuando uno de los saltimbanquis, un niño de corta edad, se desnuca ante el público al ejecutar un salto mortal con tirabuzón. El niño es enterrado en el cementerio local mientras los rostros espantosos de los vecinos lo lloran. El cura bendice y salpica con agua bendita al estilo clásico. Y en un clima de tristeza culpable o venturosa, esto nadie lo sabe, el vecindario no sólo abre los ojos, sino también sus puertas: la muerte es lo único que iguala y une a todos. Se diría que el mensaje es diáfano como el refrán: no hay mal que por bien no venga. Ya que la familia Tívoli perdió a un hijo, que la pirueta se gane al pueblo.

Titulado Matar a Tabú, el siguiente episodio intenta un más difícil todavía, pero encaminado en esta ocasión a ensalzar los méritos de los servicios veterinarios del régimen imperante, o sea el franquismo en sus aplicaciones cuadrúpedas. Aparece, pues, el pueblo en el día de la obligatoria vacunación canina. La cola de perros y niños temblorosos es larga. Todos se ven naturalmente tristes. Pero hay un niño que oculta su perro por temor a que, como babea, no bebe agua y tampoco sonríe, la autoridad veterinaria vaya a sacrificarlo. El niño es descubierto abrazado a su perro, llamado Tabú, quien al ver al maestro le muerde en el brazo, transmitiéndole lo que todo parece indicar sea la rabia. Pero en todo este agitado episodio nadie suelta un taco y a nadie se le escapa una blasfemia. Sólo vemos un tercio de la barriga con fagín del invicto caudillo, en una foto colgada en el centro de vacunación. Al fin, los escopeteros del pueblo, guiados por el cura con sotana, dan caza al perro enfermo en presencia del niño, quien lo ve a su lado agonizando después de recibir un par de tiros, y llora su trágico fin. La última escena de este aleccionador episodio se produce en la escuela, donde el maestro no culpa a Juanito por no haber vacunado a su perro el año anterior, sino que elogia al servicio de sanidad, al que tanto se le debe.

¿Tendrán la secreta intención los exhumadores de estas crónicas de un pueblo no tanto de mofarse del régimen anterior, lo cual sería magnífico, sino también, y sobre todo, de burlarse de ese pueblo que lo padeció en sus propias carnes? Sólo ellos, los exhumadores, pueden responder.

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