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Y los intelectuales, ¿qué?

Cualquier cosa puede y debe servirnos de reflexión. Y voy a hacerla en voz alta a propósito de la mesa redonda sobre el intelectual y su compromiso que se celebró en el auditorio de la librería Crisol, en Madrid, en relación con un libro que todo el mundo debería comprar y leer: Érase una vez la paz. La Comisión de Ayuda al Refugiado lo ha promovido con el fin de recaudar fondos para rehabilitar y educar para la paz a niños utilizados como soldados en conflictos bélicos. El problema más sangrante quizá del mundo actual: usar a niños como máquina de guerra, que se ha descubierto ser la más eficaz, aunque esto parezca mentira.Una representación de 26 escritores y 26 artistas lo han confeccionado, y siete de ellos nos han hecho una reflexión enriquecedora, junto con los asistentes, bastante más sugerentes de lo que se acostumbra en estos debates. Y eso me ha proporcionado la ocasión de pensar también por mi cuenta algo que me preocupa profundamente: el papel del intelectual hoy. Porque si éste es vehículo de cultura, de cultivo del espíritu encarnado siempre en una materia, nada es más necesario hoy.

El olvidado Ganivet recordaba que lo que más necesitaba España era esa cultura comprometida para poder alcanzar su más preciada cualidad, y el deseo humano de todo hombre y mujer: la libertad. Sin embargo, parece que la vitalidad del intelectual es hoy menor que ayer en nuestro país, cuando se esperaba el último comentario sorprendente de Unamuno o el artículo sugerente y lleno de perspicacia de Ortega. ¿Quién espera hoy algo parecido? La medida de lo intelectual es poner nervioso al conformismo reinante y a la rutina que nos envuelve. Pero eso sí, comprometiéndose personalmente sin adscribirse a ningún grupo que le mediatizaría inmediatamente. El intelectual, el que reflexiona con fundamento en voz alta desde la pintura, la ciencia o la pluma, tiene que ser independiente. Pero mojarse, como pensaba Sartre: "El hombre está condenado a la libertad.", aunque claudique de ella, porque somos libres al decidir no serlo; y, si se compromete, como debe hacerlo siempre, no olvide que "las manos del hombre siempre están sucias": ésa es la ley de la acción responsable, mancharnos cuando la realizamos los seres humanos que somos limitados.

Si lo pensamos bien, y el intelectual es lo que debe hacer, será la voz quizá del que clama en el desierto; pero voz necesaria al mismo tiempo, porque de ella algo quedará a más largo o más corto plazo.

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El intelectual no es un hombre o una mujer fríos, tiene una "inteligencia sentiente", como decía Zubiri: siente lo que pasa y no se queda ahí. Hace algo para buscar una salida a los problemas del mundo actual, que es el que descubre en torno suyo cercano o lejano. Pero debe saber, y aceptarlo, que tomar partido es diferir, no es aceptar su entorno defectuoso o radicalmente malo. No le debe caber el conformismo personal.

Aunque lo difícil sea saber dónde estamos, porque todo se une para que no lo sepamos. La información suele ser sesgada, no hay deseo de objetividad, sino deseo de causar sensación; y así terminamos por quedarnos con la impresión de que es imposible solucionar algo que desborda las dimensiones que tenemos a nuestro alcance; y nos acostumbramos a verlo como un hecho que está ahí alejado, pero que no me afecta directamente como si estuviera a mano para resolverlo. Se rompe con ello la necesaria solidaridad, y sigue la complacencia en lo que yo he conseguido en mi parcela particular para mi egoísta ventaja.

Una pregunta surge entonces: ¿dónde está la verdad, cuando los hechos- parecen contradictorios con el tiempo? Ayer había que salvar a Bosnia, los serbios eran los malos; pero hoy descubrimos que los serbios luchan por la democracia y la libertad, y hay que ayudarles. ¿Qué causa es entonces la justa? La justicia es una cosa compleja. Y nos escandalizamos por el tiro que vemos en la sien del enemigo capturado; ¿pero es mejor la silla eléctrica de algunos "civilizados" Estados de la Unión, como nos recordaba Vicente Romero en esa mesa redonda? Pero cuidado con el espectáculo de la caridad, que hoy vuelve a surgir con nuevos módulos: ¿es en ella oro todo lo que reluce?, ¿o es una quo adicción, como recordó también Lourdes Ortiz? La compasión tiene que ser, como pensaba Scheler, una simpatía que no se deje vencer por el mal y nos hundamos con él. Hay que ayudar a la elevación, no caer en el pozo del dolor, sino hacer algo inteligente para evitarlo, o mejorarlo. Ni tampoco caer en el engañoso y descomprometido cientifismo de la OMS, ante los males de una enfermedad que invade Ruanda, esperando a intervenir hasta que la ciencia descubra con seguridad la esencia de la enfermedad, y por eso llega siempre tarde. Me recordaba esto a aquel poema malawi que dice: "Tenía hambre, y habéis fundado un club con fines humanitarios, en donde se discute sobre la falta de alimentos. ¡Os estoy agradecido! Estaba desnudo y habéis examinado seriamente las consecuencias morales de mi desnudez. ¡Os estoy agradecido! Pero yo tengo todavía hambre, estoy todavía solo, desnudo, enfermo, prisionero y sin techo. Tengo frío".

Las ONG son un fenómeno social nuevo muy positivo; pero ¿sigue siendo una acción a veces sólo limosnera, cuando se necesitaría también una caridad estructural, para cambiar las estructuras injustas que han producido esos males? Si la acción de una ONG deja de lado esto, o lo hace olvidar, mala será por su corta mirada. La antigua sabiduría, por boca del crítico profeta Jeremías, descubría que la raíz de los males que aquejan al mundo está en que nadie recapacita en su corazón: sólo nos dejamos llevar por los acontecimientos, y hemos perdido el pensar meditativo, sustituyéndolo por el pensar calculador en el mejor de los casos, si es que pensamos algo. Eso lo observaba con agudeza el último Heidegger, después de la experiencia confusa de su vida.

¿No hemos de volver también a Weber, con su observación de que siempre fluctuamos entre una moral de la. responsabilidad y una moral de la convicción? Entre medir las consecuencias de nuestros actos o seguir las convicciones teóricas, ¿qué tenemos? El revolucionario gasta el fuego en salvas ineficaces y el prudente lo promedia todo demasiado, y se hace también ineficaz. Ése es nuestro dilema, porque una ética es necesaria para salir adelante de los males del mundo presente: sin ella los acontecimientos siempre nos desbordarán. Y el intelectual tiene que responsabilizarse de sus descubrimientos para evitar su uso interesado, para mal de la humanidad, como hacen demasiadas veces los políticos y los militares con los descubrimientos modernos en técnica humana o material.

El intelectual es necesario, pero si sabe cumplir su complejo y comprometido papel, que siempre está entre Scila y Caribdis.

Enrique Miret Magdalena es teólogo seglar.

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