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Apuntes para una reflexion

Creo que mi cese -grosero en la forma, aunque comprensible en su fondo- como director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico no merece otros comentarios más allá de los que, política o profesionalmente, ya se han producido. Las cosas son como son, este país es como es y yo soy también como soy. Dejemos que el tiempo, siempre implacable, vuelva a colocar todo en su sitio.No se trata por tanto de mí, sino de hacer un esfuerzo por entender lo que significa la existencia de una compañía nacional dedicada fundamentalmente a la representación de los textos teatrales de nuestro Siglo de Oro. En 1986 -fecha de su creación- estaban muy de moda los centros dramáticos bajo la influencia, una vez más, de nuestros vecinos franceses, con lo que se intentaba huir del viejo concepto de "teatros nacionales" que había caracterizado a la larga etapa de la dictadura franquista. O sea que, como siempre, se tenía más claro lo que no se quería hacer que lo que, realmente debía hacerse. Algo muy español, supongo. Lo primero -y en ocasiones, lo único- que se le ocurre a una persona cuando la nombran para un determinado puesto es destruir todo lo que -bueno, malo o regular- haya construido su antecesor, como si tuviese miedo a contaminarse o como si los colaboradores que podría heredar fueran portadores de un peligroso virus que amenazara los cimientos de la, sin duda, creativísima labor que va a emprender. (El argumento de rodearnos de un equipo "de confianza" no pasa de ser una torpe excusa que todos hemos utilizado para disimular el verdadero desahogo de nuestros bajos instintos).

Recuerdo que, para la creación del organismo especializado en la difusión escénica de nuestros dramas y comedias barrocas, se barajaron varias denominaciones. Los padrinos -y madrínas- dispuestos a bautizar al todavía nonato fueron múltiples y de distinto pelaje. Al final se impuso la que yo había propuesto -el nombre de "compañía" me pareció el más adecuado-, y así lo aceptó sensatamente José Manuel Garrido, director general del Ministerio de Cultura de Javier Solana, al que correspondía tomar la decisión. ¿Por qué "compañía" y no "centro dramático" o cualquier otra denominación parecida? Pues porque el término "compañía" nos aproximaba a unas raíces históricas de las que creí deseable no alejarnos. De modo que, al elegir esta palabra, empezaron a definirse las intenciones del proyecto: sentar las bases de un conjunto de comediantes dedicados a representar por todo el territorio nacional una significativa nómina de nuestro repertorio clásico.

¿Pude llevar a la práctica mis iniciales propósitos?: no, debo confesar que no. ¿Podrá hacerlo mi sucesor?: lo dudo; entre otros motivos, porque no es la primera vez que me sucede en el cargo y parece raro que lo que no pudo hacer entonces lo pueda hacer ahora cuando las condiciones sustanciales no se han modificado. A mi juicio -tengo ya la suficiente libertad para decirlo-, la Compañía Nacional de Teatro Clásico se debate en una marea de profundas contradicciones. Primera: no es una "compañía", porque no se ha conseguido crear un elenco estable de intérpretes que se sientan comprometidos con el significado de lo que se pretende. (Hace ya tiempo que llegué a la dolorosa conclusión de que -con alguna infrecuente salvedad- sólo aceptan contratarse en la autodenominada Compañía Nacional aquellos actores a los que nadie llama para hacer cine o para salir en la tele). Segunda: al no producirse la necesaria estabilidad, es casi imposible conseguir un estilo uniforme de recitación del verso, dependiendo únicamente, en cada ocasión, del mayor o menor talento de los intérpretes que se encuentren libres en el mercado y a los que sea posible enrolar en determinadas circunstancias y en caprichosas condiciones económicas. Tercera: no es nacional, porque. su presupuesto sólo le permite actuar en Madrid -en donde tiene su sede fija-, Almagro -una especie de Stradford minúsculo-, Barcelona y otras, dos o tres ciudades en verano, tipo Sevilla, Bilbao, Logroño o Santander. (Es muy duro aceptar que una parte sustancial del limitado presupuesto de la Compañía se lo lleve la empresa propietaria del' Teatro de -la Comedia por el alquiler de su sala). Cuarta: no se comprende cómo una institución dedicada a conservar y difundir nuestras obras maestras teatrales no haya sido aún visitada por las más altas autoridades del Estado, en un gesto, si no de interés, al menos de curiosidad. Quinta y de momento última: es muy decepcionante que, por razones económicas, sólo se puedan realizar un par de producciones al año. ¿Cuántos Shakespeare, Goldoni, Schiller, Marlowe o Comeille se me han quedado dormidos -o muertos- sobre mi mesa de despacho?

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A pesar de todo, la Compañía Nacional de Teatro Clásico -confío en que la vanidad no me ciegue- es uno de los, grandes éxitos de la política cultural socialista y sería una lástima que a partir de ahora se acabe liquidando lo poco -por insuficiente- que hasta aquí se ha logrado. Es lógico -y no hay en mis palabras acusación alguna- que un gestor no artista -me refiero a alguien que no puede ejercer como director de escena- sea incapaz de marcar con su carácter la estética formal de un teatro de repertorio. Se puede argumentar -aunque sea un razonamiento discutible- que un gestor evita más fácilmente la tentación de caer en los excesos del personalismo. Tal vez. Lo que ocurre es que con frecuencia se confunde a propósito el pecado del personalismo con la virtud de la personalidad. Si la Compañía Nacional de Teatro Clásico -obsérvese que utilizo elegantemente el condicional- va a convertirse en un espacio público en el que simple mente se muestren espectáculos, como un circo en el que cada director de escena, cada escenógrafo, cada iluminador y cada intérprete exhiban sus especiales habilidades, lo mejor será que se cambie su título -razones había ya antes para hacerlo- y que pase a llamarse cualquier otra cosa administrativamente digerible. ¿Qué sentido tiene que un director haga mejor que otro un texto clásico si no existe un criterio -acertado o erróneo, depende- de cómo hay que tratar a los clásicos?

Muchos políticos creen que los teatros públicos -me refiero a los políticos que están a favor de la cultura como un servicio que se presta a la comunidad, porque también los hay que sólo confían en las leyes brutales del mercado- son lugares que tienen la demagógica obligación de albergar en sus escenarios a la mayor cantidad posible de artistas que hayan nacido -o estén censados- en el país. Según esta teoría, de lo que se trata es de conseguir que "todo el mundo tenga su oportunidad" para ver si "todos nos votan en las próximas elecciones". Me cuesta compartir este criterio. El talento nacional no se míde por la cantidad de talentudos que caben por metro cuadrado. La verdad artística -no me queda otro remedio que. proclamarlo- no se consigue halagando a la multitud. La calidad de un teatro público no es consecuencia directa de la cantidad de puestos de trabajo que haya generado: la economía de la cultura va por otro camino.

Acabo. Estos brevísimos apuntes sólo pretenden invitar a una deseable reflexión colectiva: o se dota a la Compañía Nacional de Teatro Clásico de más presupuesto para que pueda afrontar al menos cuatro montajes por temporada con sus correspondientes giras y se la instala en un local apropiado -y suyo- y se consigue un elenco semiestable de buenos intérpretes y los políticos aceptan que Calderón no es inferior a Verdi, o dejémonos de pamplinas y devolvamos a nuestros clásicos a las estanterías de las bibliotecas. En cuanto a mí, nada, olvídenme. Estoy acostumbrado a hacer cosas inútiles: es uno de mis poquísimos encantos.

Adolfo Marsillach es actor y director de teatro.

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