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La ciudadanía no es gratis

En una breve crónica judicial, recogida en este periódico el pasado 16 de noviembre, se daba la siguiente noticia: en el primer juicio con jurado que se celebraba en la provincia de Castellón, una señora de 43 años, preseleccionada para formar parte del jurado, "alegó que su 'dignidad' le impedía juzgar a otra persona"; la Audiencia Provincial interpretó sus palabras como una invocación de objeción de conciencia, y aunque la Ley del Jurado no prevé esta última entre las causas justificadas de excusa, la Audiencia la admitió por estimar que queda englobada en la cláusula residual ("cualquier otra causa que dificulte de forma grave el desempeño de la función de jurado"). Subrayo que mi conocimiento del hecho se limita a la información aparecida en la prensa -tal vez se me escapan importantes matices de la citada decisión judicial- y, sobre todo, que no está en mi ánimo cuestionar la sinceridad de las convicciones de la protagonista.Pues bien, esta decisión judicial es preocupante. Desde un punto de vista puramente jurídico, deja dos importantes cuestiones en el aire: primera, tratándose de fenómenos esencialmente subjetivos, dista de ser evidente que, cuando el interesado no lo ha hecho por sí mismo, un tribunal pueda equiparar "dignidad" a "conciencia"; segunda, aún menos obvio resulta que, ante el silencio de la ley, un tribunal pueda configurar la objeción de conciencia como causa válida de excusa para desempeñar la función de jurado. Es cierto que la Ley del Jurado recoge la cláusula residual arriba reproducida, la cual, por su tenor genérico, otorga cierto margen de libre apreciación a los jueces; pero, a diferencia de otras situaciones en que sería razonable aplicar esa cláusula residual -por ejemplo, haber sido convocado para un examen importante-, la objeción de conciencia se dirige directamente contra el deber mismo de formar parte del jurado, y, por ello, posee un fuerte significado político, cuya correcta valoración, en un Estado democrático, corresponde más al legislador que a los jueces. Así las cosas, si la ley no ha previsto la objeción de conciencia en este caso, es preferible entender que no constituye una excusa válida.

Las razones para la inquietud, sin embargo, no terminan aquí. La decisión de la Audiencia de Castellón está construida sobre la premisa implícita de que los ciudadanos ostentan un derecho general a oponer la objeción de conciencia a los deberes que el Estado les impone. Ello es sencillamente incorrecto. El único supuesto de objeción de conciencia previsto por la Constitución es el relativo al servicio militar. Se podría argüir que, incluso en ausencia de previsión constitucional, hay algún otro caso aceptado de objeción de conciencia, como es, destacadamente, el de los médicos en materia de práctica del aborto. Ahora bien, la analogía sería engañosa: no sólo la regulación del aborto provoca una aguda división moral en todas las sociedades occidentales -lo que, sin duda, no ocurre con el jurado-, sino que, sobre todo, no existe un deber constitucional de colaborar en la interrupción del embarazo. La participación popular en la administración de justicia mediante el jurado, en cambio, es contemplada expresamente por la Constitución y forma parte del conjunto de derechos y deberes que conforman la. condición de ciudadano en el Estado democrático. Por ello, de lo que aquí se trata es de si cabe admitir la objeción de conciencia a un deber inherente a la ciudadanía misma.

La reciente experiencia de los llamados "insumisos" resulta, en este punto, sumamente ilustrativa: la frecuente actitud de indulgencia, a la que no siempre es ajena la clase política, pasa por alto que realizar el servicio militar o, al menos, una prestación social sustitutoria es un deber propio de los ciudadanos. Ello contrasta con la plena consciencia de este dato recientemente mostrada por la izquierda francesa, que se ha opuesto a la abolición del servicio militar obligatorio propuesta por el Gobierno de Juppé. Qué duda cabe de que en Francia el servicio militar obligatorio tiene un origen glorioso: en el verano de 1792, ante el cerco de las potencias absolutistas, la Asamblea ordenó la levée en masse y llamó a todos los ciudadanos a defender con las armas la Revolución. El imaginario colectivo de los españoles, por el contrario, tiende justamente a asociar el servicio militar obligatorio, así como todas las demás cargas públicas, a una triste historia de represión y desigualdad. De aquí que tal vez sea acertada la tradicional observación de la tendencia española hacia una visión anarquizante y anómica de la libertad; es decir, la tendencia a concebir la libertad como rechazo de cualquier forma de autoridad pública.

El problema es que esa visión de la libertad es, a fuer de utópica, difícilmente compatible con la democracia. Entendámonos bien: no se trata de caer en el rancio y veladamente autoritario discurso de los deberes como inevitables acompañantes de todos los derechos, ni tampoco de reivindicar la venerable idea de la "virtud republicana". Es cosa sabida que la libertad moderna no puede consistir en la plena dedicación de los ciudadanos a los asuntos públicos, sino que estriba en la salvaguardia de amplios ámbitos de autonomía personal. Así, la posibilidad de que cada uno dedique la mayor parte de su tiempo a la vida privada -esto es, a sus ocios y a sus negocios- no es la menor de las ventajas de la democracia representativa. Ahora bien, hay ciertas funciones públicas que los ciudadanos no pueden delegar: volviendo al problema originario, es claro que resistirse a formar parte de un jurado comporta, objetivamente, negar a otro su derecho a ser juzgado por sus iguales, por un grupo de conciudadanos seleccionados al azar; y además, entraña infravalorar una garantía propia del Estado democrático, el mismo que nos asegura a todos que nuestra libertad y nuestra dignidad sean algo más que meros sentimientos.

En definitiva, los deberes cívicos básicos (realizar el servicio militar o la prestación social sustitutoria, pagar los impuestos, desempeñar el cargo de jurado o de miembro de una mesa electoral, etcétera) no admiten, salvo excepción constitucional, la objeción de conciencia; y ello no sólo porque el Estado democrático no puede subsistir sin la adhesión y el apoyo de sus ciudadanos, sino también porque la ciudadanía es un estatuto unitario, con sus privilegios y sus cargas. ¿Sería viable una democracia en la que cada ciudadano decidiera cuáles son sus derechos y deberes básicos? Todo lo anterior no significa, por supuesto, que no sea legítimo luchar democráticamente por abolir o modificar esos deberes cívicos. Lo que no es legítimo, en cambio, es invocar la protección del Estado democrático para incumplir los deberes cívicos que éste impone. Ello es confundir la objeción de conciencia con la desobediencia civil. En determinadas circunstancias, esta última puede estar moralmente justificada; pero poner la propia conciencia por delante de las normas humanas tiene un precio: arrostrar las correspondientes sanciones.

El episodio de Castellón es perturbador porque, una vez más, ha prevalecido una idea de la libertad ajena a la convivencia democrática. Esta idea, que puede ser comprensible en los particulares, resulta desalentadora cuando cuenta con el apoyo de los poderes públicos. Los magistrados de aquella Audiencia Provincial han desaprovechado una buena ocasión para explicar que la condición de ciudadano no puede fundarse en la pasividad y el rechazo de los deberes cívicos; y han desaprovechado, asimismo, una buena ocasión para explicar que la ciudadanía en un genuino Estado democrático no es a la carta y, sobre todo, que no es gratis.

Luis María Díez-Picazo es profesor de Derecho Público Comparado en el Instituto Universitario Europeo.

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