Lo pintado y lo vivo
(Homenaje a Juan Goytisolo)Aunque ausente del canon de las grandes obras de Henry James, la breve narración The real thing (1893) revela al lector actual la clave fabulada de cuantas discusiones sobre literatura pretenden desentrañar el arcano de la creación. ¿Qué otra cosa plasma la lucha a muerte entre lo real y lo ficticio? He aquí la peripecia relatada: un caballero arruinado y su distinguida esposa (los señores Monarch) pretenden sobrevivir como ocasionales modelos al servicio de un pintor. Éste subsiste mediante la ilustración de escenas del gran mundo para novelas de género. Hasta entonces, sus gentileshombres y sus amazonas pintadas eran las sugeridas por una cockney semianalfabeta (miss Churm), y después, por un vagabundo italiano (Oronte) al que había acogido en calidad de sirviente. ¿Cómo no van a ocupar los encumbrados señores Monarch su puesto debido en la jerarquía de lo representado? Severos, hieráticos, distantes, ellos son lo que parecen y parecen lo que son. Todo un milagro en el mundo de la ética y en el de la plástica. Pero, ay, el negocio no se revela tan simple. Por ejemplo, para cierta viñeta la dama ha de posar a modo de princesa rusa. Sin embargo, la señora Monarch sí ha conocido a princesas rusas de carne y hueso; por tanto, sabe bien de sus auténticos modales, de su empaque y de su conversación. ¿Se trata entonces de imitarlas? Mas ¿acaso posar significa fingir? Si así fuera, ¿de qué vale la distinción entre la realidad y el sucedáneo? La desventaja con la joven modelo callejera es palmaria y humillante: a ésta le basta con un poco de imaginación y un mucho de desparpajo para convertirse en la más rusa de las princesas ante quienes nada saben de princesas rusas. ¿Y quién sabrá de ellas cuando transcurran unos lustros? También puede ser la ideal lavandera para quienes nunca hayan tratado a una lavandera de verdad. Y ¿qué decir de una diosa o una ninfa, una walkiria o una rusalka? Ahí la señora Monarch no puede competir ni por asomo con las poses de miss Churm. La realidad representada reclama cruelmente la ficción; ésta, a su vez, se vuelve más auténtica y acomodaticia al ojo humano que el propio modelo copiado. ¿Por qué no iba a ser así? ¿Por qué una flor real iba a proporcionar más firme apoyo mimético para un artista que la suma o combinación de flores reales, flores de papel, flores de cerámica y flores sacadas sólo de la imaginación o el sueño? Y el tiempo pasa... Al fin, el pintor de Henry James le muestra sus esbozos a un colega. Tras comparar los resultados, éste le conmina a deshacerse al punto de sus dos modelos genuinos si quiere conservar su encargo editorial. The real thing is not the real thing. Todo lo más, lo genuino, se queda en fotografía o copia de fotografía: algo anodino, desangelado y soso. La conclusión de la narración es la que el lector ya podía barruntar: miss Churm y Oronte posan y se mueven en el gran mundo (real) de la ficción, y los señores Monarch sirven el té y actúan como criados en el pequeño mundo (ficticio) de la realidad.
A un siglo de esta composición, la evolución de las técnicas de la escritura permite quizás enfoques complementarios o alternativos al empleado por Henry James. Con todo, es su indiscutible mérito el haber alumbrado esa matriz de cuatro esquinas en donde la obra se relata a sí misma, como producto rebelde a la lengua en la brega del arte. Si la literatura se ha vuelto más consciente de su propio discurso, no por ello el drama desatado en The real thing (drama ético y estético) se agota o refórmula de manera radical. Al contrario, cuanto más profunda sea la reflexión que el escribir elabora sobre sí mismo, tanto más se multiplicará tal laberinto de espejos. Lo que se dilucida aquí no es sino la eviterna relación entre esas dos supuestas entidades últimas: la realidad y su copia o trasunto. En otras palabras, nos interpela lo que en materia de arte llamaremos la pugna entre la precisión ("esto es gallo", señala el mal pintor) y la sugerencia. Quizás sea en la. alargada sombra que proyectan ambas en donde podamos guiamos por ese claroscuro.
Comencemos con la precisión. Ésa es la fuerza centrípeta del escribir: su dirección y sentido apuntan al interior de la lengua y al mundo por ella denotado. Tal es el polo magnético de la expresión, el que nos recuerda siempre: "De aquí no te escaparás". La sugerencia, vástaga de la ambigüedad, es por el contrario la fuerza centrífuga del idioma, la que conduce a sus afueras inhabitadas y a menudo hostiles. Ella crea la connotación, que trasciende la voluntad del emisor y del receptor porque ambos son hablantes y, llegados a este punto, la lengua ya habla sola. Pero, si sentamos un adentro y un afuera, ¿en dónde situar entonces las coordenadas que nos permiten hablar de acercamiento y de fuga? Se responderá que en la realidad misma; mas esto significa: en ninguna parte. De continuo reinventada y siempre renegociable, la elástica realidad se meja una almadía caleidoscópica en la que cada tablón de suposición o certeza espera mutación o naufragio. A la postre, cuanto el hombre consagra como realidad -la de las cosas y, más aún, la de las relaciones entre las cosas- se resuelve en un malla de convenciones que genera y administra el yo colectivo y a las que el yo individual se aferra para no desdibujarse en el delirio o la aniquilación. De este trance sabe mucho el yo del artista. En especial, lo sabe el yo del escritor, porque la palabra es el primer instrumento que nos fue concedido para construir y explicitar la escurridiza palestra de nuestros sentidos,nuestros juicios y nuestras emociones. No conocemos bien las fronteras de la imaginación visual, pero en los lindes de la creación verbal acecha pronto al autismo. Un traspiés, y todo puede volverse desatino, furia y frenesí. Pero la literatura, ay, no se hace con interjecciones. Tampoco con la contraseña de la sensibilidad y la percepción pactadas en el tiempo y el espacio. Como plásticamente la definió Jean Cocteau, la literatura es un grito escrito. Lo escrito remansa y pondera lo gritado, lo hace reposar en la reflexión y lo reconstruye en cada oyente. En las literaturas orales es la función sagrada de la memoria.
Y es que, difusa o densa, la denotación de cuanto existe parece ser la primera e involuntaria acróbata en ese trampolín extraño que impulsará al lenguaje hasta donde el artista no sospechaba. He aquí dos ejemplos de reconocida tradición. Un hombre escribe que existe cierto lugar en La Mancha de cuyo nombre él no quiere acordarse. Otro nos narra que una heroica ciudad dormía la siesta. ¿En qué quedamos, maestro? ¿Por qué cielos flota esa curiosa Mancha cervantina en la que la voluntad, sin más, es indiscutida señora de la memoria? Las tres potencias del alma -memoria, entendimiento y voluntad-, concebidas como
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Lo pintado y lo vivo
Viene de la página anteriorindependientes, moraban cristalizadas en la lengua convenida que educó al individuo Cervantes: tal debería haber sido el único instrumento de su pensar. Ese curioso desliz del inicio de su gran novela no es sino la primera, microscópica subversión del orden acordado; su captación deja suspenso al lector en la gracia del descubrimiento y la extrañeza. Después vendrá la subversión masiva, devastadora. ¿Y la "heroica ciudad"? "Heroica" es calificativo grabado en el escudo de la Oviedo-Vetusta clariniana, con lo que no cabe confusión aquí: la precisión es extrema. Mas ¿cómo puede sestear toda una "heroica ciudad" de fuleros, fantasmas y fantoches? Héroes llamamos a Aquiles, Eneas, Sigfrido, Roldán. ¿Cómo figurárnoslos tumbados a la bartola, en la sobremesa ociosa y somnolienta de la olla podrida? He aquí la paradoja: al mentarse, la precisión de La Mancha y de Oviedo -geografía, historia, demografia- se reabsorbe en el limbo de lo más etéreo y vago. Pero, por sugerir o evocar tantas cosas de consumo, esos términos abandonan la denotación de algo real para volverse como un bumerán contra el asidero al que se agarraron al nacer. Lo connotado impera ahora; lo centrípeto y lo centrífugo se confunden y se compensan.
Por eso puede argumentarse: si, por un lado, la literatura contagia la irrealidad a lo más real y atopadizo, por otro nos lo devuelve con un grado de realidad mayor? ¿A qué llamo realidad mayor? A la inevitablemente generada al romperse las compuertas con las que el lenguaje convenido de cualquier época o grupo contenía y encarcelaba a la percepción del hombre. Tal lenguaje privilegia siempre unas formas de ver, de sentir y de hablar para arrojar a otras al sumidero anómalo de la excentricidad o la locura. Es la revancha de un alma en franquía. La destreza consiste entonces en combinar precisión y, sugerencia en la urdimbre de la ficción exacta. Pero tal equilibrio de fuerzas resulta harto inestable. Varía de creador a creador, y todo escritor verdadero ha de encontrar a tientas el fulero de esa palanca arquimediana que mueva de verdad su mundo, o sea, el clavo ardiendo de un lenguaje o código que aquí magnifíque, allí amengüe y allá confunda y obnubile. Esto es: la palanca de su idiolecto individual, centrípeto y centrífugo a una. Así es porque lo fabulado, a su manera, sí puede mover o al menos conmover ese mundo que otras fábulas colectivas (de clasificación, de conocimiento, de orden) ya habían acotado y entretejido. Incluso lo habían consagrado como cárcel conformista del idioma, para que el idioma mismo malviviera y desmedrara en ella. De ahí que, como Roman Jakobson bien coligió, lo literario sea irreductible a cualquier otra categoría: el mosaico de sonidos, sintagmas, situaciones, omisiones y silencios que es la escritura no puede analizarse sin aniquilar su última dimensión estética, cognoscitiva y moral. De casi nada vale aquí la sociología, ni la psicología, ni la economía, ni la informática. Ni la jungla de palabras abstrusas de algunas exégesis que, a veces," atenazan la creación como liarías asesinas, para' ahogarla con su pretensión de explicar, diseccionar o reescribir.
¿Y el lector? ¿En dónde está ese imprescindible copartícipe de la creación, ése al que los mercaderes del papel envilecen y abruman? En su novela El sitio de los sitios (1995), Juan Goytisolo, ha dejado escrito este escalofriante aserto: "Del yo al yo la distancia es inmensa". ¿Es el segundo yo el tú del interlocutor, o es acasouno de los fragmentos o la totalidad misma del primer yo, al que ahora la escritura declara casi inalcanzable? ¿Se revelará siempre el lector como un escritor vicario y fraterno? Sea como fuere, el intento de aproximación y comunión con otros desvela lo más noble del hombre comprometido hasta la obsesión con el arte de la palabra: el denuedo por traspasar el valladar romo de la univocidad que nos enmudece y penetrar así en el rotatorio limbo de la lengua encantada, ignota e impoluta. ¿Nos acogerá la otredad en su seno, o nos expulsará de él como a peregrinos descarriados? Tentarlo es una experiencia dolorosa, cierto; mas es una experiencia de libertad. Pocos riesgos conozco portadores de más convulsa emoción.
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