Competencia desigual
Es de sentido común el concluir, después de largas y sesudas consideraciones, que la competencia económica sólo es aceptable entre personas, compañías o países del mismo nivel de conocimientos, riqueza o poder. En los deportes, que tantos neoliberales, como nos apodan, presentamos como el paradigma de nuestra regla favorita -"que gane el mejor"- todos no concurren con todos. Se usan handicaps para los caballos, o poéticas categorías para los boxeadores; nunca enfrentaríamos, a un boxeador pluma con un gallo, o a un mosca con un pesado. No debería permitirse que mister Soros luchara sin cortapisas contra Ruiz Mateos, Spieldberg contra Almodóvar o los EEUU contra Bangladesh.Hace pocos días participé en un agradable seminario en Bilbao, pero desde el punto de vista intelectual aquello me recordó la caverna. Cuando por casualidad presentaba yo un argumento convincente, en vez de oír ¡eureka!, veía abrirse ojos de horror ante la mera posibilidad de verse forzados a abandonar alguna de sus convicciones. Recuerdo la palidez de los rostros de mi público cuando argumenté la inanidad del apelativo de "neoliberal". Yo era liberal, pues no había tenido que cambiar los supuestos fundamentales de mi individualismo. Los liberales de hoy, senalé, seguíamos bebiendo de las mismas fuentes, Montesquieu, David Hume, Adam Smith, Jovellanos, para andar los nuevos caminos. Los "neos" eran los socialistas. Habían cambiado tanto de teorías que ya no sabían dónde tenían la mano izquierda. ¿Dónde están Marx, Sartre o Bobbio? ¿En qué había quedado la doctrina socialista, tras haber abandonado el rojo por el verde y el Estado por las ONGs?Los más favorables a la libre economía y la sociedad abierta, admitían que la competencia conducía a mayor prosperidad, pero objetaban que acababa en la concentración monopolística. Como dijo San Agustín, "en la ciudad de los hombres, el pez grande se come al chico". No valió para nada el que yo argumentara que IBM se las ve y se las desea para luchar contra Microsoft, y que después de la desregulación del transporte aéreo en los EE UU quebraron tanto Pan-Am como la TWA a manos de recién llegados. "L'esprit de l'escalier", el que sugiere la respuesta más ingeniosa cuando ya se ha abandonado la tertulia, me sopló otro argumento.
El mercado, más que el deporte, se parece a la ciencia. Los espectadores de fútbol o boxeo quieren una rivalidad equilibrada porque les emocionan los choques espectaculares. Los ciudadanos buscamos la competencia, incluso desigual, sin más reglas que la prohibición de usar la violencia, la coacción y el fraude. El objeto del juego económico es el de producir la mayor cantidad de valor para la comunidad, como el fin de la ciencia es acumular cuantos más conocimientos sea posible sobre la naturaleza; el individuo y la sociedad. La supervivencia de la humanidad, gracias a la producción y al conocimiento, no es un espectáculo, es una necesidad.
Pese a todo, estoy dispuesto a prohibir la competencia desigual en la economía si también la impedimos en la ciencia y la tecnología. No hay derecho a que los ingleses y americanos hagan más descubrimientos que los de Europa continental, porque parten de una situación de ventaja, con unas Universidades que les miman, unos Estados que protegen la investigación, unas compañías empeñadas en gastar dinero en I + D. Por no hablar de naciones sino de individuos, no hay derecho a que un científico, porque sea más inteligente o más trabajador que otro, esté en disposición de competir y encontrar una nueva idea. Peor aún es que se la tope por casualidad.
El doctor Fleming, en sus laboratorio de St Mary' Medical Hospital de Londres, observó que unas esporas casualmente caídas en un cultivo inhibían el crecimiento de las bacterias. El descubrimiento casual se parece a la especulación: añade valor sin mucho esfuerzo. Da igual que la penicilina haya salvado muchas vidas, como da igual que la competencia haya permitido la difusión de los ordenadores personales, o haya abaratado los viajes para la gran masa. Lo importante no es el valor creado, sino la igualdad del punto de partida, o incluso el reparto de la ganancia resultante.
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