El fantasma
Todo el mundo sabe que la Administración de justicia es anacrónica, pero el Poder Judicial, a diferencia de los otros, se sostiene incólume como un trasunto de Dios. Todo el mundo jurídico, desde los jueces a los fiscales, desde los procuradores a los abogados, contemplan a diario los descarríos de la institución, pero la sirven como a un tótem sin importar las pruebas de su deficiencia actual. Con repetición, asesinos con influencias, narcotraficantes y estafadores acaudalados se libran del castigo cuando ante el tribunal, con argucias, sortean la ley ante los rostros de los jueces. El criminal queda impune por un defecto formal, un artículo ambiguo, una negligente instrucción. Todo el mundo reconoce que se ha cometido una injusticia, pero sigue prevaleciendo el culto al fantasma fatal. Así como en el pecado de idolatría el icono reemplaza a la verdadera divinidad, el procedimiento farragoso, a lo largo de años y millares de folios, ofusca un veredicto cabal.La reciente sentencia del Tribunal Supremo en el caso Nécora es sólo una y espectacular. Pero, sin publicidad, la misma iniquidad se repite en incontables procesos diarios. Reformar el legislativo, remover al Ejecutivo parece al alcance de los hombres, pero el Poder Judicial y sus representantes se han constituido, en las creencias, como un tabú. No puede tocarse porque es sagrado. No puede tocarse porque -como tabú- es inmundo. Los ciudadanos se dieron a si mismos, hace dos siglos, la autoridad para organizarse según la razón, pero la institución judicial continúa como un bloque teocrático a despecho de sus errores o su horror. ¿Cómo creer, por tanto, en un sistema que hospeda esta perversión? ¿Qué obliga a seguir con esta tiniebla de legajos y códigos abstrusos, jueces falsamente divinos y sentencias solemnes que amparan la sinrazón?
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