Mister Grant y sir Hopkins
Dos actores antípodas. Hubo otro Grant inglés (un tal Cary), en el que Hugh busca un espejo donde sacar ese tipo sagaz, pero con pinta de despistado, tras el que quiere esconder, disfrazada de timidez, su caradura. La tiene, como toda esponja: es la de un chaval travieso y manazas, capaz de poner cara de no haber roto un plato después de asolar una cacharrería.Porque Grant (no Cary, Hugh) es un pájaro depredador con aspecto de gorrión amistoso, que no se explica (de ahí su dominio de la, perplejidad) que haya imbéciles que le paguen por las fechorías que hace, lo que le obliga a ensanchar su gama de tretas de disfraz mediante la gestualidad taquigráfica que le proporciona su velocidad para tomar nota de lo que hacen otros y apropiárselo. Su espontaneidad es un finísimo cálculo.
Pero posiblemente hay más cálculo en Hopkins, aunque de estirpe opuesta: la esponja Grant (Hugh, no Cary) se convierte en pulpo o volcán o cobra o cualquiera otra de esas temibles fuerzas hipnóticas de la naturaleza que, lejos de absorber, irradian o mueven de dentro a fuera con precisión sus tentáculos o erupciones o fluidos de captura. Grant parpadea como un rabo de lagartija sobre su mirada de corta duración, huidiza, que salta de gesto en gesto sin tomarse respiro entre las (de tan veloces, titubeantes) mutaciones agolpadas. Hopkins, en cambio, es la quietud misma, que de pronto se mueve y suelta un puñetazo vestido de destello y retorna al reposo. Algo se le aprieta dentro y lo escupe y esculpe, para así convertirlo en voz de la misteriosa geometría que esconde en un punto, difícil de localizar, del triángulo, con el vértice invertido, que dibujan su barbilla y sus ojos. Es pura ficción verle ser sí mismo.
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