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"¿Tú de qué lado estás?"

En su columna del 30-XI-96 Haro Tecglen ha sacado la cara por el homicida de Burgos; quiero decir que ha manifestado piedad hacia él. Ha manifestado su propia piedad, no ha solicitado la ajena, porque sabe que eso es lo más que puede hacerse en el terreno de los sentimientos, donde no caben intenciones pedagógicas. Pero no sólo es inútil o hasta contraproducente tal pedagogía, sino que incluso la expresión de los propios sentimientos, en casos como éste, puede suscitar la ira en una sociedad como la de hoy, cada vez más propensa a la regresiva elementalidad de estimar que cuanto más sañudamente se infama al homicida, más se honra a las víctimas, y viceversa: que una sola palabra, no digo ya compasiva, sino tan siquiera prudentemente relativizadora hacia el primero puede llegar a ser tomada como un ultraje a las víctimas. Toda vacilación es sospechosa de complicidad: "¿Tú de qué lado estás?" es la clásica pregunta acuñada por el primitivismo norteamericano, modelo hoy dominante en todo el mundo.La abolición de Dios ha derramado menos bendiciones que las que era verosímil esperar. No sólo es que su culto haya sido rápidamente reemplazado por el de otros fantasmones semejantes, como el Individuo autónomo y emancipado, la Razón, la Historia Universal, el Progreso, la Grandeza del Hombre y de la Marcha de la Humanidad, etcétera, sino que cuando había Dios era al menos un buen comodín para poder decir que sólo Él sabía lo que hay en la mente y en el corazón humano. Con la derogación del Juez Supremo, se han desatado todos los cerebros, y especialmente los de los periodistas, que parecen creer que, puesto que todos son ya sujetos autónomos y ciudadanos libres, pueden juzgar y sentenciar democráticamente por sí mismos quién es una "persona decente" y quién es un "canalla".

Así también, se empieza a echar de menos la benigna figura cristiana del "pecador". El pecador se distinguía del réprobo, en que, al menos en este valle de lágrimas, seguía siendo "de los nuestros". Pero ya desde el propio Cristianismo, su figura fue aniquilada por Calvino, con su doctrina de la predestinación, o por Campanella, que estableció que el que no se integrase en su Ciudad del Sol, debía ser considerado y tratado como "no humano". Hoy todos son tan entendidos en asunto de buenos y de malos como el mismísimo Walt Disney (¡funda en el infierno la barra de hielo que conserva ese cuerpo que Dios confunda!). Lamento que Haro Tecglen recoja, acaso por inadvertencia, el sumarísimo veredicto público de llamar "asesino" al homicida de Burgos. Es muy probable que, dadas las circunstancias concurrentes, esa misma habría sido la calificación de un tribunal; pero "asesino", aparte de ser un término jurídico, por lo que convendría abstenerse de aplicarlo a cosa no juzgada, es además una especie del género "homicidio" (todo asesinato es un homicidio, pero no a la inversa), que grava la comprensión de éste con el rasgo de dolo positivo y con la carga más plena de responsabilidad y, por tanto, de culpa. "Homicidio", como tal nombre de género, es, a la vez, neutral o, por así decirlo, indiferentemente descriptivo. Todo lo cual es de suma importancia en este mundo cada vez más ferozmente ansioso de señalar culpables para cualquier desgracia y en el que "asesinato" y "asesino" se profieren descomedidamente y sin reservas ante cualquier posible factor diferencial, habiendo hecho caer casi en desuso los términos neutrales "homicidio" y "homicida". Los que no se recatan en decir "asesinato" y "asesino" sin más contemplaciones quizás se crean que con tal saña justiciera demuestran de manera convincente cuán enemigos son del mal y de los malvados y cuán amigos -o "solidarios", como hoy suele decirse- de las víctimas. Pero todo ello me parece más bien huera retórica y barata gestería de histriones.

A la raíz de "homicidio", frente a la de "asesino", le faltan el verbo y el nombre de paciente. Podrían suplirse con "matar" y con "matado", pero lo estorba la dificultad de que incluso "matar" -que es, en principio, un verbo claramente neutro, descriptivo, que no comporta juicio de valor, tal como se percibe al compararlo con "asesinar"- ha quedado marcado en aras de un exceso de delicadeza -por no decir "vileza"- para con las fuerzas de orden público. En efecto, en las noticias de la prensa la policía nunca "mata", y lo menos eufemístico que se lee con respecto a ella es algo como "los delincuentes resultaron muertos por los disparos de la policía". De modo que también la voz "matar", neutra en principio, ha llegado a contaminarse por el tajante abismo disneyano entre los buenos y los malos. A los buenos, cuyo arquetipo son los policías, se les guarda la consideración de ahorrarles incluso el verbo "matar", mientras que con los malos, cuyo arquetipo son los delincuentes, hasta "matar", que habiendo sido des-neutralizado con los policías debería ya sentirse correlativamente suficiente, empieza ya a sonar, por lo visto, en los atentos y feroces oídos calvinistas, como sospechoso de algún toque de debilidad o de indulgencia, y se prefiere cada vez más la inequívoca voz "asesinar".

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La mejor tradición de la historia del derecho se ha atenido al principio de que lo que ha de juzgar son las acciones, nunca las personas. Con este escrúpulo la intención del derecho es tal vez defenderse de lo que en otros lugares he llamado "contaminación moral de la justicia", pues al menos la moral más elemental -la de buenos y malos, que no admite siquiera el nombre de "moral", salvo por ocupar el sitio de ésta y es como el punto cero de la experiencia moral, pues al cabo funde unas con otras las nociones de "bueno" y malo" y las de "amigo" y "enemigo"- tiende a concebir la mala acción, no como algo en sí, sino como una mera manifestación de la maldad congénita del acusado. Naturalmente, el derecho, aun teniendo por única función la de juzgar acciones, sabe también que podría incurrir en graves injusticias si, entre las circunstancias, se limitase a ponderar tan sólo las que concurren en el puro trance de la acción, descartando las que conforman la condición previa del sujeto, y el juez se ve en un filo de navaja al tener que discernir cuáles de estas circunstancias previas conciernen para el juicio de la acción y cuáles no. Con todo, incluso aquellas que conciernen sólo tienen valor complementario, nunca pueden erigirse en el criterio decisivo principal. Por ejemplo, nuestro siempre querido y benemérito, charolado y tricornudo, diario monárquico de la mañana quiso hacer decisivas ante los tribunales las "circunstancias previas" de impagables y heroicos servicios a la patria de algunos funcionarios de orden público acusados de homicidio, porque, en un exceso de celo, imprevisible e infortunada consecuencia de la propia abnegación y generosidad de su voluntad de servicio al Estado y a la sociedad, algún torturado se les había ido de las manos. La moral elemental tiende a volver la mirada hacia el autor, como si fuese uno con su acción, y así el crimen viene a ser considerado como un mero síntoma en el que explosivamente se revela la maldad ontológica inscrita desde siempre en el alma, o en el "código genético", como hoy suele decirse, del autor. Por cierto, que con este "código genético", a manera de nueva y científicamente autorizada "carta astral", la Ciencia ha venido a prestar siniestro apoyo a las concepciones ontológicas, legitimando, en cierto modo, la tradicional figura de los "carne de horca".

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La moral elemental prefiere un mundo cosificado, donde no haya más que causas y univocidades, para fundamentar un veredicto unívoco, exacto, como una equivalencia matemática, como un "precio justo", fijo. Hasta las de un suicidio suelen llamar, en especial los periodistas, "causas", como si el acto del suicida estuviese determinado por una especie de necesidad mecanicista, física, olvidando que de cualquier acción humana cabe hablar más bien, aunque en diversos modos, de "razones", "fines", "motivos", "pasiones", "impulsos", y especialmente, lo que se suele tener menos en cuenta, de "representaciones".

Primeramente habría que parar mientes en cómo se desdoblan los "motivos". Sólo aquellos que están dirigidos hacia un fin, o más bien desde un fin, siguiendo la doctrina de Max Weber, entrarían propiamente en el concepto de "razones" y, en tanto que regidas -no importa si acertada o erradamente- por un fin, sus acciones caerían en la noción de "medios". Podría decirse que en los motivos "racionales" hay unos fines que tiran de la conducta hacia la acción. Pero también son motivos los "impulsos", donde, como su propio nombre indica, no hay nada que tire de la acción, sino, por el contrario, algo que empuja a ella; y, siempre en el sentido weberiano, tal acción ya no sería un medio y su motivo se saldría de lo que propiamente pertenece a la "razón". Cuando el motivo es un impulso la acción no es un "medio", sino más bien, me atrevería a decir, un "contenido". Decir que la acción motivada por un impulso es un medio para cumplir tal impulso sería como decir que una explosión de ira es un "medio" para satisfacerla; el que de hecho dar un puñetazo sobre la mesa pueda ser eficaz para aliviar o descargar la ira no convalida, en absoluto, establecer ninguna relación de medio a fin: la relación entre una pasión y su expresión es de otro orden totalmente heterónomo. De quien da fin a una serie de homicidios suicidándose no parece que pueda decirse que persiga cosa alguna que, salvo que se dilate hasta un extremo difícilmente aceptable la noción, acepte el nombre de "fin"; es impulsado, empujado, por una pasión, no ya atraído, tirado, por ningún designio.

Pero aquí importa ocuparse especialmente de las casi olvidadas "representaciones", que, en mayor o menor grado y de diversos modos, vienen a concurrir en toda acción humana, desde la más pedantemente "racional", hasta la más inconteniblemente pasional. Sin alguna composición determinada de figuras ante los ojos de la mente no podría concretarse y dirigirse ninguna acción humana. "Cegado por la pasión" suele decirse, siendo así que no hay nada tan terriblemente "vidente" como las pasiones que empujan a la acción violenta. Las "representaciones" no se plasman en la propia inventiva original de cada uno; antes por el contrario, tiendo a pensar que todas las figuras que, combinándose de uno u otro modo, acaban por conformar, a la manera de una alegoría, la representación -que es siempre, necesariamente, al mismo tiempo, la interpretación- de aquello que queremos o de lo que nos pasa han llegado a depositarse en nuestra mente viniendo desde fuera, para quedar coleccionadas, por así decirlo, en el álbum de nuestro repertorio disponible. Este origen exterior de las figuras, unido a la mayor o menor pasividad receptiva de cada cual, puede dar paso, en los sujetos débiles, a la aceptación sin resistencia ni modificación alguna, de los más execrables estereotipos públicos, y tanto más si les vienen impuestos por la imponente autoridad y con la incomprensible credencial de garantía de la industria cultural. Es muy posible que Haro Tecglen disienta en este punto, ya que, respecto de la televisión, ha dicho algunas veces que cuando el público acepta y hasta celebra cualquier bodrio es porque ya formaba parte de su idiosincrasia. Pero le propondré sólo un ejemplo: hubo una infecta canción, interpretada por Manolo Escobar, que decía así: "Toíto te lo consiento / menos fartale a mi madre, / que una madre no se encuentra / y a ti te encontré en la calle"; ¿no se le ocurre a mi querido amigo imaginar que esta "representación", tan redondamente hábil y eficaz puede haber sugerido y apoyado en multitud de novios o maridos el abominable desplante de "a ti te encontré en la calle" dirigido a sus novias o mujeres, sintiéndose orgullosamente cargados de razón precisamente gracias al respaldo que les presta la autoridad de la canción? Así mismo, en el caso de Burgos, no han dejado de recordarse otros estereotipos públicos, aunque de distinto origen, como "la maté porque era mía", o bien "o mía o de nadie". En fin, sólo pretendo rescatar de la poca atención que se les presta la extraordinaria importancia del papel que, a mi entender, pueden jugar en toda acción humana las que he llamado "representaciones", y cómo las figuras de que se componen parecen ser de origen exterior, y, por ende, tanto más fuertes y más peligrosas -por muy hueras, banales y hasta inmundas que puedan llegar a ser- cuanto mayor sea el poder autoritario del medio que las engendra y las propaga. Y esto importa hoy en día en proporciones nunca antes conocidas, por el omnipotente volumen alcanzado por la industria cultural, y en especial -huelga decirlo- en lo que atañe a la televisión. Antaño era el Reader's Digest el máximo proveedor multinacional de esos hueros e infectos estereotipos ideológicos a granel, para nutrir las "representaciones" de millones de personas. Hoy aquel mismo tipo de vaciedades sagazmente ideológicas, aunque como en más fino y superferolítico y especializadas en la floricultura del narciso, son las que suministra, por ejemplo, la acreditada firma "Antonio Gala & Co.", de tal manera que el alma de cada lector de Gala viene a ser como una macetita, que el autor recorre semana tras semana, como experto y diligente jardinero, para regar y cuidar la delicada flor de los narcisos personales de cada uno de sus múltiples clientes.

Tico Medina, por su parte, según dice Haro, ha sacado a relucir el estereotipo de la "España negra", pero para aplicárselo a lo que no es, cosa que muchos le habrán agradecido, porque así lo des vía de lo que realmente suscitó tal expresión: "España negra" fue, por ejemplo, la del Golfo de Urabá, la de Castilla del Oro, con sus Pedrarias Dávila, sus Núñez de Balboa, Pizarro, Juan de Ayora, Gaspar de Morales, Hernando de Soto y otra mucha alimaña de la misma mortífera camada. Otros periodistas han ido convencidos de saberlo todo, no exactamente sobre la "España negra", sino sobre esa prima hermana suya que hoy han dado en llamar -me da vergüenza incluso transcribirlo- la "España profunda", o sea una configura ción y una idiosincrasia rural y pueblerina del país que deben de haber sacado de los truculentos engendros dramáticos de García Lorca. Y en este punto he de decir que Haro ha sido in justo con los burgaleses, pues los estereotipos los traían más bien los periodistas, y Haro no ha reparado más que en esa tontería de "echarlo al río", sin enterarse de hasta qué punto, en casi todo lo demás, los paisanos han demostrado estar muy por encima de sus entrevistadores. Ejemplar, por ejemplo, la actitud del alcalde frente a una periodista que, sin duda experimentadísima, conocedora de las más íntimas esencias de la "España profunda", profirió por dos veces la palabra "odio", porfiando en el intento de arrancarla y oírla, sañudamente confirmada, de la boca del alcalde mismo, provocando y hasta dictando literalmente lo que ella quería y necesitaba oír, para darse el festín periodístico de presentar ante su público las tenebrosas truculencias pasionales de la "España profunda". Pero el alcalde no se prestó a darle tal satisfacción; se mantuvo en su sitio sin entrar al trapo, al trapo sucio que la entrevistadora le puso por dos veces delante de la cara, hurtándose a la insidiosa sugerencia con toda la seriedad, el comedimiento, la prudencia y la dignidad de un hombre respetuoso y verdaderamente responsable.

Por último, la observación más clarividente y necesaria fue la de una señora de San Millán, que, a la pregunta sobre el porqué del múltiple homicidio (pregunta increíblemente inteligente, dicho sea de paso), contestó: "¿Que por qué? Pues porque tenía una escopeta, por eso". En un mundo que desde siempre se ha resistido denodadamente a mirar cara a cara la evidencia de que las armas son la primera, más constante y más fundamental causa del homicidio y de la guerra, esta señora ha acertado a expresar lo que ya dijo Homero: "El hierro, por sí solo, atrae al hombre". Los hombres tienen como una especie de "terror histórico" a reconocer que las armas no son un medio, un instrumento, sino un estímulo, una sugestión, una fascinación. No pueden soportar la idea de que la guerra no esté regida por una relación racional de medio a fin y totalmente sometida a ella. Cuando un niño ve a un carpintero deslizar diestramente una garlopa sobre la madera, sacando de ella limpias virutas espirales y sometiéndola a adoptar la forma decidida por su propia voluntad, siente lo que la escuela psicológica de los esposos Bühler designó con el nombre de "placer funcional". Este placer va ligado a cualquier clase de destreza y especialmente a la eficacia de los instrumentos, y no es ajeno a un sentimiento de dominio sobre los materiales; un dominio para el cual la destreza de las manos se ve extraordinariamente potenciada por toda clase de instrumentos. De modo que éstos alimentan el sentimiento de poder, acrecentando cada vez más el deseo de satisfacerlo. Acéptelo o rechácelo el que quiera, pero yo me permito hablar de una especial "perversión instrumental" de los humanos, en la que el pretendido fin utilitario de los instrumentos es desmedidamente superado por el mero placer, del sentimiento de poder y de dominio que produce el manejarlos. Ni la industria automovilística ni la psicología ignoran. en modo alguno este factor como el predominante en el deseo y en la posesión de los más grandes y potentes automóviles, hasta el extremo de que los menos veloces y más modestos han recibido el nombre, que en otro caso resultaría chocante y paradójico, de "utilitarios". Si el coche fuese realmente un instrumento, determinarlo con la noción de "utilidad" sería una estrepitosa redundancia. En el despliegue actual de la tecnología, tiendo a pensar que el quid pro quo que afecta al instrumento, por el cual éste, en sí mismo y por sí mismo, y no su pretendido fin, es a auténtica causa e su utilización, e extiende acaso la inmensa mayoría de los inventos.

Las armas son, en fin, el instrumento que confiere a los hombres el mayor de todos los poderes: el poder de vida o muerte; y la guerra es la más terrible perversión instrumental de los humanos. Los pretendidos fines racionales de la guerra no son más que una timorata, o mejor dicho, aterrada, racionalización y moralización de su genuina y más profunda causa, o sea, las armas. La ilustración más inequívoca y más ejemplar de la aparentemente temeraria afirmación de semejante quid pro quo funcionalista nos la ofrece un dato de la invasión de Panamá por los norteamericanos, con el tristemente famoso bombardeo del barrio del Chorrillo: el 4º de los fines públicamente declarados de la guerra no era otro que probar el novísimo bombardero Stealthy -no detectable por el radaren "combate real". ¿Cabe mayor perversión instrumental, más clamoroso quid pro quo funcionalista, que el de que el propósito de probar un "medio" llegue a constituirse en uno de los "fines" de una guerra?.

Rafael Sánchez Ferlosio es escritor.

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