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El NO-DO de Barajas

Siempre que alguien me pregunta cómo era vivir en la España de los sesenta lo llevo a Barajas. El recorrido no dura más que un NO-DO y ni siquiera hay que esperar a que comience la sesión en uno de aquellos gigantescos cines con nombres imperiales de la Gran Vía.Nada más abrirse las puertas (automáticas, como las de Aladino) se entra en aquellos años como si aún permaneciesen entre nosotros: ¿acaso no están ahí las azafatas con el peinado de tebeo rosa que ahora vuelve? ¿Y los pilotos, que entonces eran casi los únicos, con los ingenieros de caminos y los opositores, en llevar el pelo corto? Pero los que con mayor fuerza nos devuelven al pasado son los personajes del mural de Guayasamín, que en su ademán hambriento tienen mucho que ver con la estética Hair de brazos levantados -que a su vez era como la versión Broadway del poster del Che-, justo la que aparece en todos los resúmenes nostálgico-mitificadores.

Ahora que se va a reformar Barajas con 50.000 millones mientras se construye otro aeropuerto, se debería tener mucho cuidado en conservar ese nosequé que revela al arqueólogo tanto como la cámara fúnebre en el corazón de una pirámide, y que tal vez es el que está destinado a entregar las claves de nuestra alma a los arqueólogos del siglo XXXII. (Para entonces ya se sabrá dónde vive el alma.) ¿No es el aeropuerto el monumento de nuestra época? Por eso mismo hay que agrandarlo.

Ese nosequé tiene que ver con los espacios: no tanto con el hecho de que Barajas sea grande -pues grandes son todos los aeropuertos-, sino con que esa grandeza es pretenciosa como el mural de Guayasamín. No se corresponde, como se puede comprobar en cualquier cuarto de baño, o mejor aún, en las cafeterías. Las cafeterías de Barajas, como las de la RENFE, siguen creyendo que al viajero hay que darle tortilla grasienta y bocadillos con mucho pan y poco jamón, y clavarle. No otra cosa se creía en los sesenta. Aprovechándonos del hambre de sol y juerga de la gente con el invierno largo, convertimos un buen pedazo de territorio en una cafetería de la que ahora es casi imposible expulsar el olor a plato combinado y a croqueta refrita.

Algunas cosas han cambiado. Es cierto que casi han desaparecido los domingueros que miraban los aviones, pues Barajas ha perdido la batalla de los mirones con El Corte Inglés y han aparecido los taxistas que seleccionan clientes en la última cola salvaje que queda en la civilización occidental. En cambio se han reproducido los paparazzi a la caza de famoso.

Entonces las agencias de noticias tenían a un hombre destacado en Barajas que sin duda era más importante que el corresponsal en Las Cortes, y de ahí que los ministros que podían se la pasaran viajando: sabían que lo importante era volver del extranjero. Todos sonreían como si nos trajeran regalos. Desconozco si existe aún esa corresponsalía pero lo cierto es que siempre hay una infantería de teleobjetivos a la espera de lo mismo de entonces: capturar la llegada, la despedida o el encuentro de la marquesa y el, torero. Como el nuestro, aquel era un tiempo de marquesas y toreros... Aunque quizá había menos. Cualquiera que haya aterrizado o despegado de Madrid mirando las colas de aviones por la ventana sabe desde hace años que Barajas no da más de sí, y lo grandioso es que, por una vez, la gente con poder parezca haberse dado cuenta de ello sin necesidad de un titular a cinco columnas. Soy de los que creen que los problemas técnicos han de ser resueltos por técnicos, de modo que me guardaré de opinar sobre si lo que se necesita en Barajas es un paracaídas o un salvavidas. Que lo decida quien pueda saberlo. Esperemos que no sean los presidentes de las constructoras.

Lo único que me preocupa es que el futuro parece depender no poco de Álvarez del Manzano, el actual alcalde de Madrid, y el problema es que Álvarez del Manzano -por sus no-ideas sobre tráfico y urbanismo le conocemos- parece un personaje salido de aquellos años. ¿Significará eso que el nuevo aeropuerto será como Barajas?

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