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El discurso político de las ONG

Los errores políticos cometidos por las organizaciones humanitarias en el conflicto del Zaire deberían ser una lección para cuantos se permiten aleccionar a las grandes potencias sobre sus obligaciones para con los países subdesarrollados. Son los gobiernos y los ejércitos indígenas los principales culpables de la explotación, la miseria, y la mortandad de las poblaciones al sur del Sahara. La otra parte de la culpa recae sobre las cabezas de quienes, uniéndose al "motín de lo social", impiden o dificultan que los pobres del mundo vendan sus bienes y servicios en Europa y en América.Es paradójico el que la mayor parte de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), el último grito en cuestión de santidad, se financie principalmente con dinero público. Respeto a las que, haciendo honor a su nombre, se nutren de las donaciones privadas de quienes se aplican a sus propios ingresos la regla del 0,7%. Mas por desgracia son muchas las organizaciones que viven del dinero de las agencias de ayuda de los Estados, y se lo disputan con ferocidad, por lo que buscan desesperadamente un espacio en la portada de los periódicos, las tertulias de la radio y las pantallas de las televisiones. La tentación de la denuncia llamativa y la sensiblería mal informada se hace casi irresistible.

Recuerden el fiasco de los refugiados en la región zaireña de los Grandes Lagos. Los portavoces de las ONG reclamaron la intervención militar de los Estados occidentales para poder alimentar in situ los refugiados de la etnia hutu. Según ellos, era necesario abrir a la fuerza unos "pasillos humanitarios" para alimentar a los refugiados escondidos en la selva por temor a sus enemigos raciales; además, sostenían la conveniencia de que una fuerza expedicionaria de la ONU combatiese las milicias banyamulengues tutsis para evitar una repetición de las matanzas de hutus de Uganda y Burundi años atrás. La realidad resultó ser muy distinta. La cautela de los militares, temerosos de que las ONG estuviesen reclamando a gritos su intervención para luego lavarse las manos de las consecuencias, estaba más que justificada. Resultó que eran las milicias radicales hutus las que retenían a los refugiados como escudo humano. Dispersados estos interhamwe por los rebeldes tutsis, los refugiados se pusieron en marcha para volver a sus hogares. Sobraba la intervención militar que iban a liderar los canadienses.

Esta tragedia sirvió para recordar a la opinión pública occidental la triste historia de Mobutu, el presidente vitalicio del Zaire. Nadie puede decir que la miseria y degradación de los pueblos zaireños se deba a la explotación occidental. De hecho, cuando hace años, los propietarios de minas de cobre del este del Congo propiciaron una secesión, fueron los Gobiernos occidentales los que mantuvieron la integridad de la República. En todo caso, si de algo tenemos culpa los occidentales es de haber exportado a África toda clase de ideas anticuadas y erróneas, desde el nacionalismo hasta el socialismo, pasando por la fe en el control de precios y las empresas públicas, que sólo han servido para exacerbar las luchas tribales y reducir la productividad de sus pobres campesinos. Y también deberíamos sentirnos responsables del daño que les hacemos en nombre del humanitarismo, como siempre, al levantar barreras a sus exportaciones porque compiten con los productos de nuestros campos o nuestras fábricas.

Sin ir más lejos, la política agraria de la Comunidad Europea, pese a recientes intentos de reducir la producción de leche y las superficies cultivadas, daña a los países pobres de dos maneras: primero, gracias a barreras arancelarias y contingentes, expulsa del mercado europeo el azúcar, las bananas, las frutas tropicales, las flores de los países africanos; segundo, subvencionando la exportación de sus productos agrarios, permite que compitan con los de los países pobres en el mercado mundial. Los intelectuales de la antigua izquierda combaten ahora la "globalización" y el "neo-liberalismo", gracias a los que los pobres del mundo producen, exportan y prosperan, como se ha visto en el caso del sureste asiático. Lo hacen en nombre de los pobres camioneros franceses, que se agotan con semanas de trabajo de 37 horas y media, o los 7.000 funcionarios añadidos por los socialistas españoles a la masa de los lumpen del mundo. Menos mal que se tapan sus vergüenzas con la hoja de parra del 0,7%.

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