Que veinte años no es nada
Todo el mundo piensa que el desempleo es el mayor de los problemas que tiene la sociedad española (y la europea). Un caso de unanimidad ineficiente. Una conciencia que no pasa de la retórica, que no atañe seriamente a la política. Lugar éste, el único, donde podría encontrarse alguna solución que no consistiera en la permanente adaptación, como hasta ahora, a las demandas del mercado. El mercado y las consiguientes decisiones individuales no hacen sino ahondar el agujero. Pero no es el paro un problema que se mida con una cifra o que tenga tan sólo una dimensión, pues sus destrozos se harán sentir largo tiempo, aun en el caso de que, milagrosamente y por ensalmo, mañana se alcanzara el pleno empleo.Algo más de veinte años de crisis han significado cuatro lustros de inseguridad y, sobre la inseguridad malamente se construyen proyectos vitales que no respondan a la manida frase de "ir tirando". La suma de incertidumbres individuales no puede dar jamás un resultado social con la certeza como eje. Mas los datos sí que son ciertos. Para comenzar, durante esos 20 años del paro, la demografía española ha vivido una auténtica revolución, cuyos efectos perdurarán, al menos, un siglo.
La suma de las tasas de fecundidad por edad, es decir, el número de hijos por mujer, ha pasado de 2,79 en 1975 a 1,18 en 1995. Una caída a menos de la mitad, exactamente del 58%, lo que coloca a España, junto a Italia, en los más bajos niveles de la fecundidad mundial. Esta tan disminuida fecundidad, y pese a que la mortalidad sea también muy baja (81 años de esperanza de vida en las mujeres y 74 en los varones; sólo las mujeres de Japón, Canadá y Francia tienen una mortalidad ligeramente inferior), llevará inexorablemente a la disminución de la población española en los años finales de este siglo. La estructura por edades ha pasado en estos 20 años de parecerse a una pirámide a representarse como un panzudo botijo. Un envejecimiento creciente que sólo un cambio hacia una mayor fecundidad podría corregir.
Es bien cierto que en estos 20 años han cambiado ideas y comportamientos que afectan a la fecundidad. El matrimonio se concibe hoy de otra forma. Por ejemplo, el porcentaje de hijos habidos fuera del matrimonio se ha multiplicado por seis, aunque en España esa proporción no llegue, ni de lejos, a los niveles nórdicos (59,6% en Islandia, 51,6% en Suecia, 46,9% en Dinamarca, 45,9% en Noruega). Las españolas han accedido a una libertad e información que les permite el uso de contraceptivos modernos. Al mismo tiempo, el proceso de igualación laboral entre hombres y mujeres no se ha detenido. Mas todo ello no explica una caída tal de la fecundidad. Las encuestas son contundentes a este respecto: las mujeres españolas desean tener más hijos y los tendrían... si pudieran. La edad de la emancipación, la del emparejamiento de hecho y la del matrimonio no han hecho sino retrasarse. El retraso en la llegada de los hijos, decisión que se deja, provisionalmente, "para más adelante", acaba por no tomarse. Estamos, por tanto, ante una fecundidad constreñida por factores sociales ajenos a la voluntad de las parejas.
La proporción de jóvenes con más de 18 años, aún no emancipados, se ha duplicado en esos 20 años, y ello no es debido, ni sólo ni principalmente, al alargamiento del periodo estudiantil expresado en unas tasas de escolarización crecientes. De hecho, la familia se ha convertido (o reconvertido) en el eje de las nuevas estrategias de supervivencia basadas en la endogamia. Al inicio de los años cincuenta, notables sociólogos, como Stoetzel y Parsons, predijeron que la familia reduciría drásticamente sus funciones hasta quedar éstas en el campo exclusivo de los intercambios afectivos. La previsión ha resultado un fiasco. De las manos del paro y de la inseguridad, la familia ha vuelto por sus fueros hasta convertirse en la columna vertebral de la solidaridad intergeneracional. En efecto, una columna larga y estrecha. Larga porque la coexistencia, dentro o con más frecuencia fuera del mismo techo, abarca ahora a tres y hasta cuatro generaciones. Y estrecha, porque el número de hijos es cada vez menor.
En estos años, la edad de jubilación ha bajado, aproximadamente, de los 65 a los 60 años. La esperanza de vida a esas edades sigue creciendo entre uno y tres meses cada año que pasa, de suerte que, en el momento de la jubilación, a esos nuevos jubilados les restan hoy, de media, 20 años de vida si son varones y 25 si son mujeres. Una nueva etapa de actividad no reglada se ha abierto paso para los jubilados. Incluso se habla con optimismo de la primavera de los abuelos; pero junto a esta etapa aparece otra, triste y costosa, la de la invalidez, durante la cual los viejos se convierten en hijos de sus hijos. Una dependencia a la que se une la de los hijos jóvenes respecto de sus padres. Esta alargada convivencia entre padres e hijos tiene caracteres tan nuevos como conflictivos. "Mientras estés en casa, harás lo que nosotros digamos. Serás libre cuando tengas casa propia". Tal era la norma en el pasado. Hoy, el hijo mayor de edad que cohabita con sus padres, con frecuencia hasta los 28 años, es libre, pero no es independiente. Esta permanente provisionalidad genera una difícil solidaridad entre ambas partes: mientras unos, los hijos, reclaman una total emancipación, aún bajo la dependencia económica, los otros, los padres, reprimen a duras penas el sentimiento de haber perdido toda autoridad. Demasiadas cuerdas para el solo violín de una familia, cuyo eje afectivo intramatrimonial, además, suele quebrarse y acabar en divorcio.
El divorcio no tiene por qué romper los lazos afectivos entre padres e hijos, pero, de hecho, esa afectividad, que es, en principio, bilineal (con el padre y su familia, con la madre y la suya), se convierte, con harta frecuencia, después del divorcio en matrilineal, lo que representa un desarreglo y una sobrecarga añadida, en general, sobre las madres.
Como se ve, el paro, que está detrás de la crisis financiera del Estado del bienestar, ha golpea do sobre otros elementos básicos de la vida. El repliegue sobre la familia, el envejecimiento de la población, la dificultad para poner en pie proyectos individuales y, por agregación, socialmente relevantes, están pidiendo a gritos decisiones colectivas que arranquen ese dogal. Vale decir, decisiones políticas y, sin embargo, se prefiere esperar, como si el pleno empleo estuviese a la vuelta de la esquina. Tan complaciente actitud corre el riesgo de resultar suicida, pero no cambiará si alguien no tira por la calle de en medio y se replantea la inserción social a través del trabajo. Hasta ahora, las innovaciones tecnológicas no han ido acompañadas de innovaciones sociales, produciéndose un desequilibrio, causa de estrategias individuales forzosamente defensivas. Estrategias que se autoalimentan en cada nueva oleada tecnológica. Los cambios hacia un equilibrio razonable, o se producen desde la política, o no existirán. Problemas colectivos de tal tamaño sí generan estrategias individuales, pero las soluciones nunca podrán ser individuales.
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