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Tribuna
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Rigoberta

Rosa Montero

Hace un par de días conocí en Madrid a Rigoberta Menchú, la premio Nobel guatemalteca. No soy nada mitómana, por carácter y por costumbre periodística, ya que los reporteros vemos demasiadas veces a los famosos en todo el esplendor de su ridiculez o su miseria (¿y quién no es un poco miserable o un mucho risible contemplado de cerca?), pero Rigoberta me fascinó.Ahí estaba ella, a las doce de la noche y en un bar de copas, con sus ropas de indita serrana, su ancho rostro de hogaza tostada y su mente poderosa, cosmopolita y lúcida. Rigoberta es un personaje híbrido, una criatura de la frontera: no sólo habita con sabiduría en su mundo indígena, sino que además se sabe desenvolver con formidable capacidad competitiva dentro de las pautas occidentales. El otro día en el bar, insólita en sus vestiduras a esas horas de la noche y en ese sitio, Rigoberta habló con tranquila hondura de sí misma. Contó, por ejemplo, lo mucho que le costó superar la angustia y regresar a su pueblo, un lugar envenenado de terribles recuerdos (entre otras atrocidades personales, la madre de Rigoberta fue violada, torturada y asesinada); pero que, cuando al fin volvió allí, hace apenas dos años, enseguida venció el primer momento de sobrecogimiento y empezó a disfrutar de las buenas memorias de la infancia: pues así de persistente es la vida hermosa. Y al decir todo esto los ojos se le ponían húmedos, brillantes.

A medida que avanzo por la vida voy buscando, como tantos otros, alguien o algo en lo que creer. Cuanto más mayor soy, menos ambiciono: hoy me conformo con hallar algunas personas compasivas, profundas e íntegras. Rigoberta es así, y su presencia confirma que el mundo no es un lugar tan terrible. La Tierra merecería ser salvada, diré parafraseando a Dios, aunque sólo existiera esta mujer justa.

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