_
_
_
_

Nyamata, el Mauthaussen africano

Los restos humanos de una matanza de tutsis ruandeses en abril de 1994 yacen amontonados en una parroquia

Ramón Lobo

En la parroquia católica de Nyamata las moscas y los lagartos somnolientos se pasean, cansinos entre una pila de huesos descoloridos. Yacen rotos en el mismo lugar donde sus asesinos los quebraron a machetazos, disparos y granadas de mano en la mañana del 15 de abril de 1994.En Nyamata no se enterró a los muertos, se les dejó inmóviles, asustados, abrazados unos con otros, tristes, cadáveres eternos para que sirvieran de memoria colectiva del genocidio de casi un millón de tutsis en 1994. Este Mauthaussen africano, este pequeño museo del horror emparentado con los campos de la muerte camboyanos de Pol Pot, huele a infierno santificado. A 35 kilómetros al norte de Kigali, separado por valles de verde pulido, ríos de chocolate y caminos y baches y polvo, Nyamata se ha convertido en un santuario de la barbarie humana.

Más información
El contingente español ya esta listo para ir África, pese a la incertidumbre internacional

"No viene demasiada gente", musita Marc Nsabimana, su cuidador. Enfundado en un mono azul, con una gorra de béisbol descolorida, Marc no esboza sonrisa alguna. Recita los acontecimientos de la mañana del 15 de abril con voz de ultratumba. "Todo sucedió entre las ocho de la mañana y las dos de la tarde. Llegaron los interahamwe [que significa los que matan juntos] y comenzaron a disparar. En seis horas mataron a 5.000 personas. La inmensa mayoría mujeres y niños. Eran interahamwes de aquí, de esta misma zona, ayudados por otros llegados desde Kigali y de otros lugares del país. Nadie protegió a las víctimas. Nadie. Ni el Ejército ni los cascos azules. Fue terrible". Nsabimana mastica las palabras en un zumbido sordo. Tiene el pelo ensortijado y blanco. "Es muy duro pasar aquí todo el día entre muertos", dice Marc como justificación de su pena.

Son tres edificios rojos. De ladrillo horneado. Los respiraderos grises en lo alto de la pared tienen forma de rombo, aunque sin duda tratan de imitar una cruz. A la entrada de los dos primeros hay un altar de madera de 18 metros cuadrados, sostenido por ocho postes. Sobre ellos cráneos dormitan sin mandíbula. Los hay blancos, amarillos, rojizos; limpios y teñidos de barro. A algunos les asoman unos dientes retorcidos, a otros su recuerdo. Todos tienen agujeros de bala, de machete, de odio. Ya en la frente, ya en la nuca o en los occipitales. Son cráneos inertes que descansan de su muerte retando a la vida desde una quietud asombrosa. Algunas flores blancas y rojas de plástico sobreviven entre coronas desmigadas que se quedaron pálidas de tanto rezar responsos. Una cinta arrugada con la bandera alemana parece que pide perdón. Otra, con la belga, guarda silencio. Hay palabras de condena al genocidio en un lamento que arriba desde Burundi. Frente al altar, protegido también de la solana y de las lluvias caprichosas por un techo que imita a la uralita negra, se extiende una mesa estrecha y larga; contiene los huesos separados de esos muertos. Allí yacen caderas sin dueño, tibias y peronés abiertos, cúbitos y radios en desuso, espinas dorsales diminutas que aún esconden los sueños felices de su dueño infantil. También hay jirones de ropa.

En el edificio principal, una capilla presidida por una cruz de hierro de la que se bajó el Redentor, 40 bancas de madera ajada apenas levantan un palmo del suelo. Están vacías. Sus últimos moradores habitan repartidos entre el altar de la entrada y el suelo de cemento de la capilla. En medio de platos. de latón, jofainas heridas, colchones de espuma y juguetes sin cabeza, brotan otros huesos. Detrás de ese altar, hay 10 láminas de color con hechos de la vida de la Virgen se mantienen enhiestas. En el extremo opuesto, al fondo de esta capilla con las ventanas reventadas por las explosiones, un cartel del 8 de marzo de 1994 proclama la Jornada Internacional de la Mujer con un lema que hoy resulta descorazonador: "Egalité, Paix, Development" (igualdad, paz, desarrollo). Afuera, entre la maleza donde los lagartos toman el sol, una niña de 10 años se apoya en la puertecilla del altar. Se llama Miriam Sebazongu. Su madre es uno de esos cráneos agujereados.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_