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Tribuna:
Tribuna
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El contestador

Creo que instalé uno de los primeros contestadores telefónicos que funcionaron en Madrid. El inicial mensaje fue una gamberrada que, en aquellos tiempos, me pareció ingeniosa: No sé por qué llama usted; aquí no tenemos teléfono, que suscitó el despego de algunos familiares y el enojo de otros conocidos. El rebote más frecuente era colgar, tras haber injuriado a la impávida proposición informativa. Esto ocurre hoy día, cuando reiteramos la solicitud de alguna entidad informativa y exacerba nuestra paciencia el burlón ritornello de que todos los encargados de atendernos se encuentran ocupados. Injustamente, les sospechamos en la cafetería del organismo o comentando los resultados futbolísticos, especialmente si es principio de semana. Alguien ha deducido que el lunes, en los países cristianos, es el día siguiente de la jornada habitual de Liga. Hoy, casi todo el mundo posee el artilugio, de evidente utilidad cuando nos acordamos de enchufarlo. Digo "todo el mundo", aunque me refiero a los hogares abandonados durante lo más de la jornada, pues sospecho que entre las células familiares pobladas se usa poco o nada.En las películas americanas -espejo donde se miran e imitan nuestras vidas- observamos que la mayoría de las abogadas, las directivas de agencias de publicidad, diseñadoras de moda, o estrellas del strip-tease, se valen del contestador, que las ponen al tanto de las desventuras que se les vienen encima. Altos e ejecutivos financieros, periodistas y, especialmente, detectives, no pueden pasar sin él, aunque resulte el ominoso vehículo de las ex esposas para reclamar, intempestivamente, la siempre impagada pensión alimenticia. Seres que anidan solos, con este vínculo mecánico que les comunica con el mundo exterior.

Durante la última, recentísima y breve, recaída en una gripe, vencedera de la vacuna, di en el inédito gesto de escuchar arrumbadas cintas de pretéritos contestadores. El 18 o el 20% cortan, bruscamente, la comunicación ante la propuesta de mencionar el nombre, la hora y la fecha en que se produce. Son los que se niegan al humillante trato con la máquina. Un buen número de corresponsales titubea, recapacita y procura farfullar los datos pedidos. Resulta increíble la cantidad de personas que ignoran el día en que viven; incluso la hora, aunque se dé por cierto que todo el mundo lleva el reloj en la muñeca izquierda.

Son retazos entrecortados de nuestra biografía y lleva a la caprichosa deducción de que nunca estamos en casa, a juzgar por las insistencias de esa persona que, sin demostrar interés, al principio, anuncia que llamará una hora después, a final de la tarde, en el momento de la cena. No suelta prenda ni trasluce la urgencia o el verdadero propósito. ¿Qué querría?, nos preguntamos. Otros muestran más dúctil voluntad e inician un estéril diálogo: "¿Estás ahí? Soy yo, ¿me oyes?", como si nos parapetásemos, cobardemente, tras la muda y sorda barbacana, rehusando contestar, lo que a veces es muy cierto y una de las utilidades del aparato.

Estremecedor, el sonido de voces que ya no existen, la enhorabuena del generoso compañero, la puntual felicitación de esa mujer que eligió el cariño fraternal, cuyo trato amable y optimista derramó oportunos consuelos; la palabra de los amigos muertos, conservada entre avisos y recados, como la flor seca en las páginas del libro predilecto. Bip... bip... bip... biii, una y otra vez la impaciencia. El catálogo de acentos; el remoto, desde el México rumboso e irresponsable; el esdrújulo del afectuoso judío húngaro; el susurrante de la antigua amante francesa; el saludo estentóreo del colega inglés de los viejos tiempos; la cuidada y cosmopolita solicitud del admirado pintor catalán...

Almacén de las horas y los días archivados y ese timbre, de improviso, que alborotaba los sentidos y arañó las entrañas, en otra edad, conocedor de su imperio, al que estuvimos vencidos y sumisos. Escuchada hoy, revela tonalidades falsas, taimadas, que entonces no supimos ni quisimos descubrir. Jamás volveré a escuchar las fantasmales cintas, que traen el pretérito con marchitas exhalaciones, un tanteo, casi siempre equivocado, del no llegar, con dolor, habiendo mal tasado. O pasarse, que, como en las siete y media, es aún peor.

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