Felipe reencarnado
En tiempos que nos parecen muy lejanos, cuando nadie podía asegurar al Atlético de Madrid el título de campeón en la anterior Liga, cuando faltaban semanas para que José María Aznar fuera elegido presidente del Gobierno, cuando los óleos de Antonio Saura triunfaban sobre todas las corrupciones en los muros de cierta galería madrileña, el indiscutible José María Carrascal, cuya reputación se halla firmemente asentada en los salones de tarde donde se baila el tico-tico, no dudó en referirse al presidente del Gobierno saliente como a "ese vendedor de crecepelo", dejando sobreentendida la necedad, entre crédula y culpable, de quienes habían votado o se disponían a votar por él. El calificativo no despertó más protestas que las del gremio de auténticos vendedores de crecepelo, un lobby de escasa influencia. La clase política no se percató del insulto, dando quizá por supuesto, en aquella destemplada primavera, que todos, incluido el propio Carrascal, tenían algo que vender. Por lo demás, lo mismo podían haber sido empleados otros títulos, como el de "abrillantador de parqués", o el más infamante de "repasador de puntos de medias", pero el indiscutido periodista, cuyo prestigio se sumerge lentamente en el ocaso de su carrera ante la oceánica indiferencia de los acontecimientos, no volvió a alcanzar las mismas cotas de ingenio y nadie tampoco se adelantó para acudir a la réplica con él. Las campañas electorales americanas han conservado en sus registros la famosa definición del presidente Richard Nixon como la de "un vendedor de automóviles usados de poco fiar". En Europa estábamos acostumbrados a otros modos y nadie suele atreverse a juzgar las circunstancias democráticas de unas elecciones en términos que implican, cuando menos, un desprecio indigno del pueblo que acude a votar.Sin embargo, con sólo un verano por medio, aquellas circunstancias se nos hacen extrañamente lejanas, y la entrevista a Felipe González por Luis Mariñas hace unas semanas, vino a significar el inicio de otros tiempos, no sólo porque el perfil objetivo del entrevistado haya cambiado radicalmente tras el resultado de aquellas elecciones, sino por la cordial tenacidad, recortando el terreno, del entrevistador. Pero no viene al caso analizar talantes de periodista ni medir el abismo que separa a un buen profesional de un esperpento. Tampoco se trata de averiguar si la entrevista es un género que admite realizaciones perfectas, en equilibrio de potencia y estilo, como esos lentos combates de boxeo que evocan al mismo tiempo artísticas composiciones de ballet. Lo asombroso, a pesar de la brevedad del encuentro, fue el curioso sentimiento de libertad recién adquirida que emanaba del entrevistado, o, por decirlo de otro modo, Felipe González se hallaba en condiciones de demostrar, en media docena de comentarios a otras tantas. preguntas, que los tiempos del poder habían terminado, pero que él ostentaba, con la paradójica sonrisa evanescente del gato de Cheshire, los recursos, tan libres como cargados de experiencia, del poder en la oposición. A primera vista se imponía una evidencia. Catorce años de oficio habían cargado al antiguo presidente de un caudal raro de indulgencia en asuntos de Gobierno, y que esto fuera ardid táctico o virtud humana del interesado no cambia para nada la apreciación. Parecía superado el temor casi orgánico que embarga a los hombres que dejan el poder de hallarse petrificados en la figura del has been, o por emplear la sutilísima expresión que oímos repetir a los locutores de los Juegos Olímpicos de Atlanta, de convertirse en un also run participando en una competición perdida de antemano. Es sabido que las alternativas del antiguo presidente se presentaban de ese modo. Preparar su propia retirada y mantenerse en lo que había sido, o, por edad y condiciones físicas, permanecer en la pista, con el riesgo, que se iba dejando quizá ilusoriamente a medida que avanzaba la entrevista, de volver a perder. Nadie vio tampoco a un antiguo presidente tan relajado en su discurso, tan familiar en las respuestas y tan dispuesto en la preparación de la carrera. Su mirada no brillaba de ambición ni de exceso de colirio. Había una sensata seguridad en el destino de quien sabe correr. Pero dejemos de lado esta comparación algo irritante de la política con un galope y hablemos del fenómeno tal como surgía de aquella pantalla de televisión, fosforescente como una experiencia de laboratorio. Los 14 años de Gobierno habían dotado al antiguo presidente del poder de referencia que sólo poseen ciertos reactivos químicos. Personas, predicciones y presupuestos cobraban color, se tornasolaban, ácidos, básicos o neutros, al contacto con él.
Recordaba el espectador cierta entrevista antigua por la radio. La hermosa frente de Luis del Olmo, algo abrumada en permanencia por el peso de la masa encefálica, anunciaba en la prensa el acontecimiento. como un encuentro de poder a poder. No faltaba arrogancia al entrevistador para plantear de ese modo, frente a un presidente electo, la sinuosa legitimidad de los micrófonos. La entrevista fue simplona y no se dice aquí que no fuera debido a la falta de poder que exhibieron ambas partes. Pero eso era antes de que el país entrara en los tiempos revueltos. Hoy hemos vuelto a tiempos más sosegados y para demostrarlo todos hemos podido ver, al Príncipe heredero en un programa sobre la naturaleza como a María Antonieta con sus vacas, bucólicamente ataviado de pastor.
En el intervalo, entre la entrevista de Luis del Olmo y la que aquí se toma como referencia de Luis Mariñas, no parecía de buen tono en las sobremesas del país hablar bien de Felipe González. Ciertas cosas se le podrán negar al antiguo presidente, pero al menos habrá que reconocerle una de gran calado. Los más tenebrosos y balsacianos poderes financieros se vieron detenidos en los umbrales del Estado, asumiendo el riesgo que ello llevó consigo. Y si no hubo coraje para imponer en los sectores interesados que el País Vasco era otra cosa que una Pequeña Argentina, al menos lo hubo para hacer saber a aquellos otros barones que España no era una monarquía bananera.
Yo no sé cuál habrá sido el sentimiento personal del antiguo presidente en los tiempos que corrieron. Las referencias de un hombre político no suelen coincidir con las de un novelista, y lo que a mí me viene al pensamiento es el lejano episodio de una novela de Emilio Salgari. El protagonista se hallaba en una reunión de caciques malayos. Acuclillados en la choza, encendidos los rostros por las brasas de la hoguera, preparaban un brebaje. Luego se lo fueron pasando de mano en mano y cada uno de los caciques fue escupiendo un jugoso salivazo en la escudilla. Luego se la presentaron al protagonista que lentamente se la tuvo que beber. Pero en lugar de quedar con ello cubierto de ignominia el protagonista alcanzó un nuevo estado. Era una epifanía después de haberse tragado la inmundicia. Quizá fue la mirada hindú de Luis Mariñas lo que sugería una interpretación en esos términos. Allí teníamos a Felipe González reencarnado, más maduro, más sereno, para gran indignación de sus detractores y de todos aquellos que habían escupido en el cuenco que se tuvo que beber.
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