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Bill, el emperador

La victoria de Bill Clinton no es una sorpresa; pero es síntoma de una profunda transformación de la política estadounidense. En 1992 Clinton ganó las elecciones apoyándose en un programa social; aún era el defensor de la Great Society, idea lanzada por Johnson. Sin embargo, en 1994 este programa sufrió una estrepitosa derrota y tanto la opinión pública internacional como la nacional, impresionada por las diatribas de Newt Gingrich y por el ascenso en Estados Unidos de las fuerzas más conservadoras y tradicionalistas, anunciaron un claro giro del país hacia la derecha. Era una previsión acertada. ¿Cómo no iba a apoyar un programa conservador la clase media, que es mayoritaria, que vive en los apacibles barrios de las afueras, llenos de espacios verdes, lejos de la miseria y de la violencia de las inner cities? ¿Cómo el maná de millones de dólares que el alza continuada de Wall Street ha derramado sobre esta clase media no iba a reforzar, en las categorías más indecisas políticamente, la influencia de un republicano como Bob Dole, firme pero moderado, conservador e incluso tradicionalista, pero que ha demostrado en el Senado su sentido de la responsabilidad? A decir verdad, todo llevaba a Estados Unidos a votar por el Partido Republicano, sobre todo tras la disminución de la influencia de los extremistas en el partido. Pero en los últimos meses, desde el comienzo de la campaña, la situación política se situó en el polo opuesto de la imagen que acabo de dar y que se corresponde con las previsiones de los observadores nacionales y extranjeros de hace menos de dos años. Intentemos, pues, comprender un voto que hoy parece evidente y que hace tan poco tiempo parecía improbable.Hay que descartar una explicación basada en el carisma de Clinton; sencillamente carece de él y en lo que sabemos de su vida privada y pública más bien da la impresión de mediocridad. Clinton nunca ha tenido que demostrar cualidades excepcionales en una situación peligrosa; parece más el portavoz de la presidencia que el presidente.

La explicación no debe buscarse, pues, en el personaje, como tampoco el fracaso de Dole puede explicarse por su personalidad, que más bien inspira confianza. Hay que buscarla, en primer lugar, no tanto en la coyuntura económica en sentido estricto como en la conciencia que tienen los estadounidenses de haber recuperado por doquier el liderazgo. Clinton es el hombre bajo cuya presidencia los estadounidenses se han sentido, por primera vez desde 1945, los amos indiscutibles del mundo, incluso de forma más completa tras la caída de Hitler, cuando el Ejército Rojo ocupaba media Europa. Han ganado la guerra fría y la Unión Soviética se ha desintegrado; Japón, que ascendía de victoria en victoria, cayó en el estancamiento tras el estallido de la burbuja financiera. Europa se atasca, duda, no recupera el crecimiento e incluso a Alemania le cuesta respetar esos criterios que ha impuesto a los demás para incorporarse el euro. ¿Dónde están los peligros que pueden amenazar a Estados Unidos? En ninguna parte. América Latina ya no tiene revolucionarios y la intervención del Tesoro estadounidense ha impedido a México hundirse en la quiebra. Japón teme demasiado a China como para apartarse de Estados Unidos y China se encuentra aún muy lejos de poder llevar a cabo una política agresiva en Asia y en el mundo. Estados Unidos ha vuelto a tomar la iniciativa tecnológica. Si Detroit perdió la batalla contra la industria automovilística japonesa, Microsoft y Silicon Valley ya han ganado la guerra de la informática frente a las firmas japonesas. Los premios Nobel recaen con regularidad en las universidades estadounidenses y el mundo entero mira las películas, las series de televisión y los vídeos realizados en EE UU.

¿Cómo es posible imaginar que la opinión pública estadounidense no sienta avivarse en su interior la conciencia de ser un pueblo elegido, cuya vocación mesiánica es llevar la paz y la libertad al mundo? La sociedad estadounidense no goza de buena salud; las diferencias entre ricos y pobres aumentan; la identity politics provoca estragos y fragmenta una sociedad dividida en comunidades; la población está preocupada por la masiva emigración clandestina. Pero todo esto resulta secundario frente al triunfo internacional de Estados Unidos, que incluso logró persuadir al mundo entero de que ellos no dirigían el nuevo orden mundial, de que no lo dirigía nadie porque el sistema económico global se autorregula y no soporta la intervención de ningún gobierno. Rara vez un país se ha identificado de modo tan total con las leyes objetivas de la historia y de la economía. Esto explica la nitidez con la que desecha toda intervención exterior, en particular la proveniente de sus aliados, que son llamados a participar en la financiación de las grandes empresas políticas comunes, pero no en las decisiones que las orientan.

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Durante su primera campaña, Bill Clinton era el defensor de los asalariados y de las minorías siguiendo la tradición del Partido Demócrata; ahora es el emperador del mundo, o mejor dicho el presidente de World Incorporated que distribuye los beneficios de la prosperidad y rechaza a los bárbaros que intentan infiltrarse en las redes financieras y de la información del mundo civilizado.

A esta interpretación, los politólogos de EE UU responden que los estadounidenses no son imperialistas, que tienen miedo de las empresas bélicas en las que boys pueden perder la vida. Tienen razón, pero esto no ha impedido a Estados Unidos lanzarse a la guerra del Golfo de la que nadie pensaba al principio que iba a ser un paseo militar. La realidad del mundo en este Final de siglo es más fuerte que las opiniones y los sentimientos de los individuos. Rusia está a punto de caer y vive una desmoralización intensa; ¿cómo no iba a estar EE UU en la situación exactamente inversa? ¿Cómo no iba a dejarse Bevar por la conciencia de su victoria sobre todos sus enemigos y sobre todos sus rivales, que a la vez son sus aliados?

Los europeos cuentan con un fortalecimiento de esa conciencia imperial, que constituye un obstáculo para, su propio restablecimiento político. O vuelven a encontrar el camino del crecimiento, consiguen construir la moneda única y adquieren una voluntad política común o serán aplastados de forma cada vez más absoluta por la buena conciencia, la eficacia y el mesianismo estadounidenses. ¡Cuán extremo es hoy el, contraste entre el triunfo, en Washington, del emperador del mundo y la impotencia de los países europeos para resolver sus problemas económicos y Políticos!

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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